
Si tuviera que elegir una novela pura y bella sería «La muerte en Venecia», de Thomas Mann (Alemania, 1875 – Suiza, 1955), no solo porque su personaje principal (Tadzio) es la reencarnación misma de pureza y belleza, sino porque la narración del alemán posee en grado sumo ambas virtudes. Ciento treinta y seis páginas (en la preciosa colección Ineludibles de Navona) de excelencia estilística son suficientes para provocar en mí ese encantamiento del que no me libero hasta pasado un tiempo. El estilo de Mann es tan avasallador, tan cautivador, que necesito un breve reposo tras el deleite de esta joya literaria. La leí hace más de veinte años y he vuelto a ella estos días con la certeza inquietante de que iba a proporcionarme unas horas de auténtico placer. Así ha sido. La asepsia formal, la elegancia descriptiva, ha conseguido raptar mis sentidos a través de la escritura. Y es que el arte, cuando se sirve de la magia que nos dan las palabras, es vida potenciada.
Resulta difícil determinar cómo consigue dar tanta profundidad psicológica a los personajes en tan pocas páginas. Y cuánto me fascina. Una entra morosamente en la historia y, al poco tiempo, cree conocer a Tadzio y al profesor Gustav von Aschenbach como si hubiese compartido largas horas con ellos. Sabemos, como si lo tuviéramos delante, hasta dónde alcanza la perfección del cuerpo del joven. Y al escritor lo vemos escrupuloso, austero, siempre bien afeitado, con tan exacerbado sentido del deber y compromiso con su trabajo que hacen de él un artista. Un artista apasionado con su oficio. Y creo que debería dejarlo en apasionado, pues antes que escritor es un ser humano atado a la pasión.
Ese escritor maduro es el narrador omnisciente. Desde que enviudó, se quedó con una hija casada con la que apenas tiene contacto y se convirtió en un tipo de lo más solitario. Un intelectual entregado totalmente a su tarea creativa y en exceso preocupado por desterrar de su vida todo aquello que tuviera que ver con lo vulgar. Su alma, fiel al carácter germánico, estaba sometida a una rigurosa disciplina diaria de cultivo a la sensibilidad y desprecio al placer. Según el propio Thomas Mann, el tema de la obra es la pasión como desequilibrio y degradación. Todo parece indicar, pues, que esta gloria artística vive confinada en el mundo del espíritu y ha purificado su ser gracias a un modus vivendi basado en la educación del alma y la contención del cuerpo.
Un día, sale de su apartamento de Múnich sin más propósito que dar un largo paseo y la visión de un forastero en el cementerio despierta en él un curioso desasosiego o tentación repentina, de algo tan común para el resto del mundo, pero tan olvidado para él, como el deseo de viajar. Su cabeza se puebla de imágenes oníricas, exóticas. Sueña con un mundo primitivo, bárbaro, totalmente opuesto a su condición de hombre civilizado, de espíritu clásico. Sin entender bien por qué, cede al impulso y marcha primero, a una isla del Adriático, y luego, a Venecia.
La misma noche de su llegada a Venecia, ve al niño polaco Tadzio, un efebo de proporciones apolíneas que revolucionará su vida, fulminando en pocos días el orden racional y ético que la sustentaba. Jamás llega a tocarlo, ni siquiera a intercambiar una palabra con él. Es posible, incluso, que las vagas sonrisas que von Aschenbach cree advertir en el joven cuando se cruzan, sean pura fantasía suya. El drama íntimo que vive el escritor se desarrolla al margen de testigos. Gustav experimenta las delicias y suplicios de la pasión amorosa a solas, sin compartirlas con el ser que las provoca. Al principio, intuyendo el peligro que corre, intenta huir, pero de nada le sirve. No sabe por dónde tirar. Asqueado de su vejez y fealdad, llega a maquillarse para su amado. Sacudido por la agitación de su alma, se entrega a una lujuria espiritual febril con Tadzio. Sucios instintos resucitan en la pegajosa atmósfera del verano veneciano, convocados por la visión del joven perfecto. La contemplación de su belleza le hace saber que en su cuerpo de viejo se hospedan no solo las nobles y refinadas ideas que admiran sus lectores, sino también una bestia instintiva con impulsos oscuros y fogosos.
La pregunta es ¿quién corrompe a quién? Porque Tadzio abandona Venecia, al final de la historia, tan inocente e inmaculado como al principio, en tanto que el escritor ha quedado convertido en un desecho moral y físico. La belleza del adolescente es apenas el estímulo que pone en movimiento el mecanismo destructor de von Aschenbach, la llama que enciende la hoguera del deseo del escritor hasta abrasarse en ella. Dicho de otra manera, Tadzio incendia de deseo al escritor, pero la cuestión es conocer si, en última instancia, es la imaginación del profesor el arma que lo destruye, pues Tadzio, insisto, parece vivir al margen del ardiente desorden que crea.
La historia de Gustav von Aschenbach habla a todos. Con extraordinaria maestría, Thomas Mann desvela que ni siquiera esos hombres pulcros, formales, inteligentes, que creen haber domado sus instintos a través de una férrea disciplina moral, están a salvo de sucumbir a ellos, una mañana cualquiera de un día cualquiera. Resulta absurdo desterrar la atracción, aniquilar el sexo y otros placeres mundanos, sencillamente, porque ellos forman parte de la vida de todo ser humano. Y si la presencia de estos demonios entraña un riesgo para el individuo, su represión empobrece la vida privándola de esa embriaguez divina que también es una necesidad del ser. Y digo embriaguez divina, porque estar enamorado nos hace sentirnos pequeños dioses. Todos estamos hechos del mismo barro y vivimos en el elemento común de un gozoso infierno. Con ángeles y demonios. El cuerpo reclama sus fueros como el alma (de un artista, o no) reclama los suyos.
Premio Nobel de Literatura en 1929, autor soberbio, Thomas Mann elabora en «La muerte en Venecia» un análisis crítico de los zigzagueantes meandros del alma, ahondando en el espinoso tema de la necesidad de librarnos de la esclavitud del cuerpo. Retrata al cuerpo como una realidad avasalladora a la que el espíritu no debe someter, sino servir. Con la polémica que despierta este retrato, consigue iluminar nuestro espíritu con luz crepuscular hasta llegar, casi, a cegarnos. Divina ceguera.
Buenas tardes y buenas lecturas.
Estoy leyendo ahora mismito a Mauricio Wiesenthal, un erudito y disfrutador bon vivant que fue diplomático en varios países durante el siglo XX y a la par viajero en el más profundo sentido de la palabra. Pues bien, Wiesenthal dice de Venecia que gustaba al hospedarse en el Hotel des Bains colocarse frente al mar y releer cuatro líneas de «Muerte en Venecia» de Thomas Mann vestido siempre de blanco.
Con la corriente de puritanismo feroz que hoy recorre el mundo Thomas Mann y sus creaciones irían a parar a la pira pública. En una época en la que tanto se habla de Libertad, qué poca libertad mental existe. Da para pensar. Sólo deseo que no le ocurra a este libro de Mann lo que ya le está ocurriendo a «1984» de George Wells que ha sido desterrado de las bibliotecas universitarias de -creo recordar- la universidad de Manchester por considerarlo peligroso para las mentes de los alumnos. ¡¡Madre mía, qué nivel, Maribel!!
Saludos
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Conozco a Wiesenthal, cómo no. Su «Libro de Requiems» me impactó porque descubrí a uno de los pensadores más brillantes que tenemos. Un tipo cultísimo y muy vivido, excelente orador y disertador conflictivo, posee ese inusual don de saber decir las cosas como son, no como queremos o creemos que son. Su idea de libertad va de la mano de la de responsabilidad y deja esta huella en su obra. Que Dios se apiade de nuestra necesidad de grandes pensadores y a sus escritos no alcance la censura. Gracias por su comentario, Juan Carlos. Un saludo.
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