Como escribir es una forma de rescatar (cuando escribimos rescatamos siempre algo muy nuestro) y por eso de que la Navidad es un tiempo de dar rienda suelta a nuestros mejores deseos, hoy voy a rescatar y desearos la lectura de quien ha sido uno de mis escritores más amados. Y digo bien. Amado, porque es el suyo un nombre que no puedo pronunciar sin experimentar una sacudida de veneración infinita. Sin más preámbulos, el autor que hoy he escogido es Ramón Gómez de la Serna, uno de los autores españoles que merecen reclinatorio.
Ramón Gómez de la Serna es el Escritor, o mejor, la Escritura. Hago mías estas palabras de Octavio Paz porque todo lo que se diga de él es poco. Ramón fue un escritor superior, al que no se puede encasillar en género alguno, porque él era, en sí mismo, un género literario. Creó el Ramonismo. Lo suyo era una literatura personal, una literatura del yo. Y fue tan nuevo, tan creador en su época, que aún hoy lo sigue siendo. Está lleno de imitadores de Ramón que ni siquiera son conscientes de a quién están plagiando. ¡Dios mío!, apíadate de ellos… Su estilo, sin tener nada de oral, resuena en nuestro oído interno como si leer fuera, sobre todo, escuchar. La lectura de cualquier texto ramoniano constituye una caricia lingüística, un sonadísimo secreto que, de vez en cuando, necesito airear. Sobra el privilegio de poder hacerlo hoy aquí, en mi cueva.
Senos es, ante todo, un libro de escenificaciones, de momentos, de intuiciones y fragmentos. Pero quizá valga la pena señalar que esta obra, como fue su vida, es un libro de acumulaciones. Acumulaciones, que se leen como retales esmerilados de palabras que parecen creadas por él. Y es que formalmente, todas sus expresiones son asociaciones sensibles que, como círculos concéntricos, multiplican el genio de Ramón en texturas facetadas a través de la palabra.
Quien conozca su obra, que fue su vida, sabe la afición desmesurada que el supremo Ramón tuvo por lo extravagante. Su vida tuvo toda ella mucho de greguería. Pero no es éste un libro de greguerías, sino de fetichización de la mujer a través de sus senos, objeto adorado del enigma femenino cuya «opacidad convexa y muda parece siempre oponerse, desde luego, a la concavidad hospitalaria del sexo».
Es un texto de tocar. De ver y de tocar, pero sobre todo, de tocar. Para Ramón, tocar a una mujer es tocar sus senos, porque es poderla tocar en lo más íntimo. Uno puede tocar senos providentes, rollizos, blancos, duchados, castos, bajo los hábitos, estatuarios, de reina, de portera, senos estúpidos y senos perfumados, entre otros. Es también, como ya he dicho, un libro de acumular o coleccionar. En realidad, coleccionar es un modo de aspiración a la totalidad, pero que se basa en la resignación humilde de tenerla a trozos. Tiene que ver con merodeo, pero también con el gozo de la conquista. Ramón busca exhibir el trofeo y nos ofrece una adoración por todo tipo de senos, exquisitos, cada cual por una condición distinta. Los hay para todos los gustos: para sacrílegos (los senos de las monjas), para pervertidos (los senos de las domadoras)…Y como variante menor, los senos menos atractivos: los de la francesita o los de la criada corretona. La perla de la colección es «la giganta de los senos complacientes». Y es que Ramón pensaba, como Baudelaire, que todo deseo sexual nace del destierro de un paraíso de abundancia gratuita.
Y hasta aquí mi pequeño homenaje a este autor supremo. Un hombre que nació mucho antes que yo, selló una época y marcó bien mis años de infancia. Que tan buenos momentos me ha hecho y me sigue haciendo pasar, acompañándome siempre, como hacen los buenos amigos. Que necesito tocar de vez en cuando porque necesito sentir esa sacudida de humor fecundo, omnipotente y omnipresente. Que me enseñó ese intimismo directo con las palabras y su efecto benefactor. Que me redime, haciéndome creyente de su credo. A una le faltan fuerzas para confesarse, pero creo haber dicho bastante. Autor adorado, a quien yo bautizo con el hisopo de la gracia divina y visto con la vitola de intocable, tal vez, por mi temor a que vientos no literarios hacia su obra velen el esplendor de su brillo. A quien no lo conozca, claro. Y aquí termino, porque me vienen ya unas decimitas de esa enfermedad terrible de la nostalgia.
Ramón, mi cueva no es la Sagrada Cripta del Pombo, pero te puedes guarecer en ella como si estuvieras en el torreón de Velázquez. Bienvenido a casa.
Buenos días y buenas lecturas.