La recomendación de hoy es un libro memorable que viene de mi venerado autor, casi bendecido, Robert Walser. Memorable porque en esta obra, que anda entre el relato corto y el ensayo, Walser crea un personaje, el oficinista, a quien hace entrar en nuestras pupilas como prototipo. Tras leer Desde la oficina a una le queda incrustado el perfil de un oficinista. Por un lado, están los cumplidores del deber (Hasler, Senn, o el pobre Germer, quien enferma física y psíquicamente por el desempeño de esta tarea vitalicia hasta convertirse en una “máquina defectuosa”), y por otro, quienes se aburren como oficinistas por tener alma de poeta.
La obra está estructurada en menguados capítulos, en los que vuelcan la voz personas corrientes, o exageradamente corrientes, a quienes agobia el tedio, desprecian sus obligaciones, pero que saben bien cómo ocultar su holgazanería bajo una máscara de fingida vanidad.
Lo que Walser hace con la palabra se me antoja una literaturización del hombre sencillo que toma conciencia de su posición y de su empleo. De manera diferente al mítico Bartleby de Melville, que solo aparece en la perspectiva del superior, aquí habla el empleado corriente y moliente. En un desafío constante con el vocablo más adecuado, Walser dibuja el perfil más fidedigno, como lo hiciera Gógol en El capote o Kafka en El proceso. Con el paño bien untado de estilo, su prosa saca brillo y da esplendor a la absurda burocracia administrativa.
Desde la oficina está en la línea del interés del autor por la vida cotidiana que se vió en El paseo (puede consultarse la reseña en este blog). De nuevo, Robert Walser se aproxima a lo pequeño. En este caso, al pequeño empleado, al empleado común.
Los empleados de Walser llevan una existencia límite. La comicidad y la tragedia se entrelazan y aparece una curiosa contradicción. Se aburren como dioses en el Olimpo y, al mismo tiempo, nace en ellos la contemplación literaria. Así, por ejemplo, el personaje de Helbling nos dice: “vuelve a matar su tiempo narrando”. Dicho en román paladino, el tiempo que se pierde en el trabajo renace en las ensoñaciones literarias del oficinista.
Al leer este fabuloso libro, una se introduce bajo la piel de cualquiera de ellos, que, sirva el juego de palabras, no es un tipo cualquiera. Se trata de un tipo que piensa, que es creativo, que sueña y que complace sus sueños con la escritura. Me pregunto qué parte de esta reflexión será autobiográfica, pues el propio Walser fue oficinista durante un tiempo. Tal vez por eso, a él le interesa rescatar la parte humana, subrayar que el oficinista no es una máquina. Si bien, la cruda realidad es que es juzgado por su aptitud para copiar y transcribir, en vez de serlo por el contenido de lo que copia o transcribe.
Otra de sus cualidades que lo definen es que, lejos de ser el típico vago que se abanica con un dengue aspaventero, el oficinista trabaja toda la jornada. Lo que le diferencia del resto es que basa su identidad en su empleo, hasta el punto de que el trabajo lo convierte en “un caballero a medias”. Sin él, desciende a “torpe nadería, inútil”. A un ser que no sirve para nada, dicho sea “nada” en toda su vulgaridad. Una frase lapidaria que lo describe bien sería la siguiente: “su talento para la escritura convierte fácilmente al oficinista en escritor”.
Con atinada puntería Walser dispara sin remilgos contra la administración pública, quien a cambio del trabajo exige a quien lo desempeña que deje en él su alma. Éste es el punto de gravitación en torno al que giran las reflexiones. La oficina no es un archivador de conciencias, sino la palanca que hace prosperar a la sociedad en la que existe.
Lo decisivo del proceso creativo de Walser es arrojar una luz esclarecedora sobre la discrepancia que alberga la oficina. Por un lado, encarna una vida determinada por fuerzas ajenas. Por otro, es el lugar donde brotan las fantasías que permite al empleado adueñarse de la realidad. Así como el poeta que asoma en El paseo necesita pasear para crear su obra, el oficinista necesita escribir. El alma, con sus dorados y osados deseos, se le escapa entre las cuartillas. La escritura no puede deslindarse de la idea de trabajo.
Excelente obra en la que he encontrado páginas sosegadas y tranquilas, pero también una gran visceralidad, como si el propio Walser quisiera fundirse con el papel que tiene delante y hacerse otra vez oficinista. Así, con la mirada y la letra envuelta en recuerdos, escribió este bello libro. Páginas en las que, tal vez sin darse cuenta, abrió las puertas de sus entrañas, obligándose a mostrarnos más de lo que realmente quería. Esta comunión intuida entre lo que quiso escribir y lo que finalmente escribió es lo que, naturalmente, da calor al relato.
Buenas tardes y buenas lecturas.
Nuevamente, tampoco he leído nada de este autor.
Me anoto el nombre para indagar sus libros y ver qué me puede interesar, o como siempre, admito recomendación o sugerencia por tu parte.
Besitos amiga.
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Tu interpretación de Walser es sublime. Te recomiendo sus tres novelas de la época de Berlín, sin ellas no existiría la literatura de Kafka tal y como la conocemos, sobre todo, sin Jakob von Gunten, la última de la «trilogía» aunque no sea una trilogía propiamente dicha. Como decía Walter Benjamin los personajes de Walser «lloran prosa». Gracias por la reseña.
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Muchas gracias, Fer. Qué bonito eso de que los personajes lloran prosa. Walser escritor humilde y, desgraciadamente, preterido, como tantos buenos. Lástima que no se saque brillo a su legado. Gracias por tu recomendación. «Los hermanos Tanner» la tengo pendiente y «Jakob von Gunten» no la tengo aún. Un saludo.
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