La escritura como forma de retener una vida es una forma interesante de ejercer el oficio para algunos escritores, como Manuel Vicent (Valencia, 1936). En «Verás el cielo abierto», también en «Tranvía a la Malvarrosa» y en otras tantas, el valenciano nos invita a cerrar los ojos para adentrarnos en su universo personal. Un universo íntimo que, en algunos momentos, nos incita a releer algún párrafo, aunque solo sea por el deseo de contagiarnos de esas aguas bañadas de nostalgia por lo vivido.
En la contraportada de la novela, confiesa su deseo de que se lea «como se entra en una habitación íntima, en una tarde de lluvia, y uno se pone cómodo, se sirve un té o una copa y se siente a gusto sin necesidad de ir a otra parte». Y esto es precisamente lo que encontramos. El alma del autor disfrazada de anécdotas, de olores y lugares, y la ventana abierta desde donde se cuela la inspiración y habla la memoria.
«Verás el cielo abierto» está escrita con la tinta indeleble que dan sus recuerdos más hondos, las huellas de las calles que pisó en la infancia y esos otros lugares que terminaron siendo los rincones en donde se buscó desde que le picó el veneno de la literatura. La rueda dentada del tiempo le agasajaría con otros venenos, mucho más letales para el alma, como el amor. Y esos otros venenos también nos los cuenta. Qué mujeres poblaron su corazón de latidos furiosos y cómo sofocó la fiebre de su pasión por ellas.
Manuel Vicent escribe con la tinta de lo vivido y su ambición no es otra que rescatar, del pozo del olvido, las teselas de una vida. Contar cómo ese niño deslumbrado por los tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín y ese adolescente espigado que consideraba un honor transformarse en el insecto de Kafka, se convierte en un hombre iluminado por la literatura. Recorre esta senda de transición con su estilo pulido de siempre, el que le permite inmortalizar su intimidad sirviéndose del lenguaje. Ameno siempre, escruta los recuerdos con contemplación respetuosa, dejando uno de los testimonios más fieles de cómo cada paso dado está marcado por su devoción por leer.
Os invito a abrir este libro y entrar en estas memorias noveladas, en esta novela con trasfondo autobiográfico con la que escuchamos la voz culta de un narrador de peso. Manuel Vicent es difícil de clasificar. Posee, como muchos autores, ciertos demonios interiores que asoman habitualmente en su obra, como su infancia atormentada por un padre censor de libros que el pequeño Manuel deseaba devorar, su expulsión del colegio de curas, el amor por su tierra y por el mar, el peligroso juego de la seducción, el placer sin culpa, la exaltación de los sentidos y, cómo no, el despertar del escritor impenitente que ha llegado a ser.
Manuel Vicent ha ganado dos veces el Premio Alfaguara de Novela (en 1966 con «Pascua y naranjas» y en 1999 con «Son de mar»), también el Premio Nadal con «La balada de Caín» en el año 1987 y el galardón periodístico Premio González Ruano en 1980 con «No pongas tus sucias manos sobre Mozart». Con casi medio centenar de libros a sus espaldas, el valenciano es un escritor que enamora al lector. Su extraordinaria amenidad y muchos registros de estilo hacen de él el mejor cronista vivo que tenemos. Un cronista de nuestra época que va un paso más allá del costumbrismo canónico y es capaz de hacer visible la conciencia universal de una vida abierta al cielo de la nostalgia.
Buenas tardes y buenas lecturas.


