Arrastrando una gran decepción por lo que me he encontrado, hoy traigo «La asistenta te vigila», último volumen de la trilogía «La asistenta» de Freida McFadden, que viene a ser una pequeña tomadura de pelo de 368 páginas. Después de dos entregas de buen thriller, tensión creciente y amenísimo ritmo, el lector queda expulsado del género y alojado en una novela que es un auténtico muermo. No voy a engañar a nadie. «La asistenta te vigila» es una novela soporífera, hueca, insípida, un cierre malogrado que no despega y nos tienta a abandonarlo.
Se diría que no es obra de la misma autora. Los capítulos se leen esperando el zarpazo de un suspense que no llega y los párrafos son flecos narrativos que no conducen a ninguna parte, tratando de enhebrar una trama destramada. Las primeras doscientas páginas se me antojan un estirar el chicle todo lo que se pueda. El lector se entretiene (o trata de entretenerse) página tras página, con ánimo de extraer sabor a lo leído y sigue sin pasar algo interesante. Qué soponcio, Dios. Qué postizo todo.
Han trascurrido casi doce años de los hechos narrados en el segundo volumen y, excepto Millie, Enzo y Cecelia, el resto de personajes son desconocidos. La vida de Millie ha dado un giro de 180 grados. Ya no es una vulgar asistenta. La mujer que pasó diez años en la cárcel por matar con un pisapapeles a un muchacho que intentó violar a su mejor amiga, ha dejado de limpiar casas y ahora trabaja de asistenta, pero de asistenta social.
Está casada con el atractivo jardinero que vimos en el primer tomo, Enzo Accardi, y tienen dos hijos: Nico de 9 años y Ada de 11. También se ha mudado de barrio. Abandonó el piso del Bronx para instalarse en Long Island. Desde fuera, todo es perfecto. Una familia normal y una casa de aspecto rústico y buen precio con la que todos están encantados. Y cuando digo todos incluyo la casa, porque en esta vivienda ajardinada y amplio salón, ruidos extraños en plena noche la hacen parecer encantada.
El barrio donde se ha instalado la familia Accardi es un lugar apacible. La buena de Millie intenta trabar amistad con los vecinos, inútil empresa porque cada uno de ellos desagua por algún costado. Los Lowell, un matrimonio adinerado formado por Jonathan y Suzette, viven muy felices sin hijos. Ella es una mujer atractiva que pasa las horas asomada a la ventana, escudriñando absolutamente todo lo que sucede en la calle, actitud que pone de los nervios a Millie, por no hablar de los coqueteos y continuos flirteos con su guapísimo esposo (Enzo).
Otra vecina a la que hay que dar de comer aparte es Janice, madre viuda que anda medio trastornadita, no se sabe bien si por la viudedad o por otro motivo desconocido. Su insolencia con Millie es de juzgado de guardia. Y su deporte favorito es cuestionar la educación que le está dando a sus hijos (Nico y Ada), cuando Janice ejerce con el suyo (Spencer) unas prácticas irracionales, como la de llevar atado al pequeño con una cadena al cuello para evitar que lo secuestren. Episodios como estos no aportan nada a la historia, son un escribir de relleno y una no sabe a qué vienen. En ellos no hay ni sombra de thriller porque no hay emoción, ni tensión, ni misterio oculto, sino un ritmo pausado que induce al aburrimiento más obstinado. Nada que conmueva ni estimule para permanecer con el libro abierto, excepto la inercia de seguir leyendo para concluir la trilogía.
En definitiva, la narración ha perdido el destello misterioso que me cautivó. No obstante, como manda el canon del thriller, antes de terminar (solo un poco antes del final) hay un soplo de intriga. Un asesinato y varias personas sospechosas. Este giro inesperado no deja de ser un remendón que no salva la tediosa hechura de la novela ni redime del sopor, pero claro, es necesario meter algún muerto para justificar que seguimos estando en el género.
El lenguaje utilizado no abandona la sencillez de las dos entregas anteriores, pero el estilo narrativo es desalentador. Si ya en el segundo tomo («El secreto de la asistenta») había menguado de agilidad y frescura, en este último la cosa va empeorando hasta el punto de teñir la trama con vetas de inverosimilitud, la peor sorpresa con la que podemos encontrarnos.
Me congratula saber que no soy única en esta decepción. La crítica a este cierre de la trilogía tiene el sello de una unanimidad nada elogiosa. Me pregunto si dejar al lector tan poco satisfecho ha sido una decisión acertada de Freida McFadden para que su carrera se asiente con firmeza y para que deseemos acercarnos al resto de su obra en cuanto asomen nuevas traducciones en nuestras librerías.
Buenos días y buenas lecturas


