Hoy traigo «Un perro de carácter», una de las primeras novelas de Sándor Márai (1900-1989) que deja asomar su perfil autobiográfico y grandes enseñanzas para el devoto lector. Como el resto de su obra, está escrita espléndidamente, impregnada de realismo y algún toque de humor. Me ha cautivado, como siempre me sucede con el húngaro, por saber decir con encanto lo cotidiano, ese encanto elegante y esa voz narrativa tan depurada me hace caer seducida sin remedio.
La historia ocurre en Buda, la Nochebuena de 1928, en la casa de un matrimonio mayor, en la que además, vive Térez, fiel criada. Él es un hombre ya jubilado, sin más obligaciones que salvar cada día los achaques propios de la vejez. Desde hace más de una década, ha acordado con su esposa no intercambiarse regalos en estas fechas para evitar que se resienta su frágil economía. Así pues, su mujer no espera nada esa noche. La ciudad se viste pomposamente de gala, pero ella carece de deseos. Lo único que le haría ilusión recibir es algo que sea en parte útil y en parte innecesario, que abrigue y sea de piel.
El marido la escucha atentamente y, de repente, se le antoja sorprenderla con un regalo de lo más original: un cachorro. Es algo, a la vez, útil e innecesario, es de piel y da calor. Sin duda, será de su agrado. Lo que ninguno de los dos sabe es que Chútora, un travieso cachorro de dudoso linaje, entrará en su hogar modificando la miseria de la vejez de ambos y regalándonos interesantes reflexiones sobre la condición humana. Entre ellas, que la paciencia y el cariño son las armas más eficaces para luchar cuando no sabemos qué hacer, que hay que saber perdonar, y que existen unos vínculos secretos e indisolubles entre persona y persona, y entre animal y persona.
Chútora es un puli precioso y llega en el mejor momento. Ella lo recibe envuelto en papel de seda y al verlo, quedará en silencio, como si hubiese aparecido un extraterrestre en la habitación. El cachorro es una bola de pelusa, lleno de entusiasmo y dispuesto a participar de los secretos más íntimos de la familia. No tiene noción del tiempo y posee una inocencia magnética con la que devora el mundo. Siente una particular atracción por el papel impreso, así que mordisquea libros sin que su dueño se lo impida. Todo está bien si lo hace Chúcaro. El texto va contando, con deliciosas ironías, cómo crece el cachorro y las dificultades que van surgiendo para adaptarse al mundo de los humanos.
No descubro nada si afirmo que la vejez y la juventud son etapas complementarias. No solo porque son extremos de la vida, sino porque se pueden ayudar una a otra. El viejo puede enseñar conocimiento al más joven, mientras que el joven se encarga de transmitir al viejo ese apetito de vivir que la edad va erosionando y una mirada que no esté contaminada por el paso del tiempo. Así, el viejo ve, a través de esa mirada, un mundo primaveral. Desde el otoño o desde el invierno, ve la primavera. Esta filosofía que recojo del poeta Luis Alberto de Cuenca es la savia nutricia que recorre la novela.
Pasan los años y un día la bola de pelusa mostrará que es «un perro de carácter» enarbolando la bandera de la revuelta. A partir de ese momento, la relación entre Chútora y su dueño es de abierto odio y rechazo mutuo. ¿Cómo puede ser? ¡Qué enigmático es el carácter! Trata de amainarlo hasta el punto de que casi llega a psicoanalizarlo. El veterinario tampoco consigue ponerle remedio. Y no voy a desvelar nada más de la trama, creo haberme excedido en mis comentarios. Solo voy a decir que la historia ingenua y tierna en la que una anda felizmente sumergida, muda hasta convertirse en un verdadero drama para el lector. Y quien tenga perro, notará un dolor profundo en el alma.
El triste final sirve de cierre a la honda filosofía sobre la condición humana que es toda la narración, y también para que un escritor de la talla de Sándor Márai la cuente extrayendo una moraleja edificante para todos:
«En el fondo, lo que amamos no es necesariamente lo hermoso y lo bueno, sino lo que se revuelve, gruñe y nos muestra los dientes; aquello que, en vez de virtud y aceptación, significa rebelión e incluso yerro (…). En última instancia, amamos más los defectos que las cualidades de los otros. Esta es una moraleja bastante banal, pero también una verdad de la que no podemos prescindir en la vida ni en el arte y que bien vale una mordedura de perro».
Lectura muy recomendable para todos e imprescindible para quien aún no haya descubierto que la excelente letra crea, (casi) siempre, excelentes historias.
Buenos días y buenas lecturas.


