Hoy traigo uno de los textos que más han marcado mi vida como lectora y también como ser humano. Solo cuando leemos los libros descorriendo esa cortinilla secreta que los separa de nuestra alma y escribimos, después, acerca de ellos, una se da cuenta de lo que pesaron y de la hondura con la que estigmatizaron nuestra conciencia.
Tal vez, porque la literatura me adentra en pasadizos no frecuentados en la vida real, al descansar mi mirada sobre estos textos encuentro un alamar invisible, hecho a mi medida, que me vincula para siempre con el mensaje que duerme en sus páginas. Sospecho que esta experiencia, que tan abrumada me tiene, nos pasa a todos. Nos convertimos, sin quererlo, en herederos espirituales de lo que leemos.
Cuando la literatura me envuelve en su manto y me abandono a ella, me siento al abrigo de algo casi mágico. Creo poseer la integridad del texto que sujetan mis manos y experimento algo parecido a los versos finales del poema sacramental de Kipling: «Si llenas tu minuto inolvidable y cierto de sesenta segundos que te llevan al cielo, todo lo de esta Tierra será de tu dominio».
Sin embargo, cuando me sacudo el polvo de este hechizo recibido y piso el albero de la vida, se me hace mucho más nítida la ariscada senda de tentaciones y vilezas que es la vida. Caminar bien es sortear riesgos, acentuar contenciones. Crecer con buen paso es embellecer las virtudes con las que Dios nos vistió al nacer y no querer mudar estas prendas. Qué difícil resulta ser fiel a este precepto. De eso, precisamente, es de lo que trata este libro. De las consecuencias fatales que se precipitan sobre nosotros cuando burlamos nuestra conciencia.
En realidad, el texto es un ejercicio de reflexión sobre qué sucede cuando, incapaces de soportar el eco de Pepito Grillo, lo acallamos, lo amordazamos, persiguiendo con ello amansar o dulcificar su estruendo. Batalla perdida, pues no podemos amordazar nuestra conciencia. El dolor que causemos hoy empapelará nuestras entrañas de vergüenza y de culpa y seguiremos caminando nuestra vida como si lo hiciéramos sobre un potro de tortura. Enlutecerá nuestra alma hasta el fin de nuestros días. Con la mayor de las suertes, se agazapará como paloma dormida, pero sus brasas jamás serán ceniza. El vivo crepitar de estas ascuas percutirá en nuestros oídos, como latidos de humillación, sempiternamente. Nuestras miserias vivirán con (o contra) nosotros. Dicho esto, queda claro que la obra ausculta la conciencia. Plantea un dilema moral de conciencia.
¿Y cuál es ese libro tan bonito que nos educa tanto? Un cuento chino (no exactamente, pero habla de la China). Una fabulita oriental. Lleva por título El mandarín, una reminiscencia del mandarín rousseauniano. Fue escrita en 1880 por Eça de Queirós (1845-1900), autor que con 55 años legó su famosa charla «Realismo, una nueva expresión de arte», convirtiéndole en uno de los hitos de la renovación social y literaria de Portugal en aquella época.
La narración es, pues, realista. Pero un realismo tardío y poco ortodoxo. Digamos que el portugués se sirve de una fórmula conciliadora que aúna elementos formales de un realismo que palidece y de un naturalismo que emite sus primeros vagidos. Por tanto, está más próximo al realismo galdosiano (tardío) de Misericordia que al (temprano) de La fontana de oro. Y como novela, más cercano al virtuosismo sobrio de Clarín que a la torrentera de palabras de Galdós (el mejor novelista —yo creo— después de Cervantes). Su estilo puede bautizarse como un realismo naturalizado, por aquello de solazarse con la ética o la moral, antes que con la disciplina literaria. Hay quien afirma que Eça de Queirós poseía una perspectiva periférica en su manejo del realismo. Desconozco si quien pronunció esta sentencia se refería al hecho cierto de que a casi todos nuestros realistas les faltó ese rasgo. De todos modos, yo veo aquí en común con ellos: riqueza descriptiva, detalle en la creación de ambientes y ese catalejo de pluma calibrada para atisbar personajes que no son moralmente buenos. En esto, el portugués pisa la estela de Balzac, está claro, por ser autor que escoge seres perversos para dotar de mayor pulsión a su obra (el avaro de Grandet o el ambicioso Rastignac de Papá Goriot, por citar alguno). Pinceladas eróticas, sutilmente trazadas, avivan el aliento finisecular. Sin renunciar a la estética naturalista, un tinte fantástico, esmerilando la prosa, le otorga bello contraste.
Y ahora vayamos con el asunto. El Mandarín plantea, con el relieve de una medalla nueva de oro brillando sobre un tapete oscuro, el siguiente dilema moral:
«En lo más remoto de la China existe un mandarín más rico que todos los reyes de que hablan las fábulas o la historia. Nada conoces de él, ni el nombre, ni el semblante, ni la seda de que se viste. Para que heredes su infinita fortuna, basta con que toques esa campanilla, puesta a tu lado sobre un libro. Él dará tan solo un suspiro en los confines de Mongolia. Será entonces un cadáver; y tú verás a tus pies más oro del que puede soñar la ambición de un avaro. Tú, que me lees y eres hombre mortal: ¿tocarás tú la campanilla?».
He ahí el prodigioso dilema. Aparición del Diablo y su ofrenda de poder disfrutar de todos los goces terrenales a cambio de un gesto: coger una campanilla y hacer tilín-tilín. Sin ver brotar la sangre ni espectáculos sórdidos. Inmediatamente, en nuestro espíritu se forman dos imágenes: por un lado, un mandarín decrépito, muriendo sin dolor, lejos (en China), a un tilí-tilín de campañilla; por otro, toda una montaña de oro fulgurando a nuestros pies.
Lo primero que oímos, en lo más profundo de nuestro corazón, es una voz que grita con fuerza el desprecio a la sola idea de que seamos capaces de formular el deseo asesino. Pero ¿seremos capaces de matar al mandarín?… Ahí lo dejo.
El texto, repleto de finísimas observaciones sobre el alma humana, está envuelto en un estilo brillantísimo. Esto ya lo he dicho, pero los que me conocéis sabéis que para mí, el estilo define la obra. Y que defiendo este criterio a ultranza y sin concesiones. Puede haber escritor sin obra, pero sin estilo no puede haber obra literaria. Pues bien, las imágenes (de paisajes y lugares) que recrea Eça de Queirós están tratadas con tanta delicadeza y las reflexiones a que nos invita poseen tanta hondura moral que la obra exige reclinatorio. Si en lugar de haberla escrito el portugués la hubiese escrito un ruso, o un alemán, le habrían otorgado un reconocimiento superior en la literatura universal. ¿Lo he dicho? Es de lectura imprescindible. Absolutamente obligada. Por apenas 80 páginas desfila la Santísima Trinidad de la liturgia literaria: buena (en contenido), bella (en estilo) y breve (en extensión).
Como en las sabias y amables alegorías del Renacimiento, incorpora una discreta (y contundente) moraleja: «Únicamente sabe bien el pan que día a día ganan nuestras manos. Nunca mates al mandarín». Palabras a las que sigue, como broche del relato, la reflexión con la que se consuela a sí mismo Teodoro —el protagonista—: «No quedaría ni un solo mandarín vivo si tú pudieses, tan fácilmente como yo, eliminarlo y heredar sus millones, ¡oh, lector!, criatura improvisada por Dios, obra mala de un mal barro, mi semejante y mi hermano!».
La he regalado infinidad de veces, a personas amigas y a personas que persiguen educarse en la virtud, porque es una obra depurativa. Un cáliz espiritual. Por este motivo, no voy a recomendaros que un día, cuando no tengáis nada mejor que hacer, os acordéis de esta reseña. De eso nada. Hoy os empujo a que os arrojéis sobre las páginas de El mandarín y gocéis de una lectura reposada. Como si estuvieseis hambrientos, flaquearan vuestras fuerzas y se presentara ante vosotros un banquete exquisito. Aprovechad el manjar. Abrigaos con el calor espiritual que desprende esta sencilla fábula acercando, eso sí, la llama de vuestra reflexión. Éste es el tronco, pero de él brotarán tímidas chispas y puede tardar en arder en vuestras conciencias. Añadid vosotros otras ramitas y alguna hierba seca para que prenda bien la fogata.
Buenas noches y buenas lecturas.
Vaya pedazo de reseña, se nota ese pellizquito que te deja una novela en la que profundizas.
No la he leído, no puedo opinar al respecto, pero me quedo con esa sensación, que afortunadamente, he tenido hace poquito con una novela.
bEsos
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Gracias, Esther. ¿Pellizquito? Ni pellizco, ni rasguño, ni zarpazo… Esto es un abrirte en canal y descubrir aterrorizada que debajo de la carrocería de la carne existe una viva criatura que nos construye o nos aniquila. El resto, nada importa.
Muchas gracias de nuevo. Y mi reiteración de que te proporcione una lectura cómplice.
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[…] 29 enero, 2016 Letraherida impenitente Narrativa extranjeraEça de Queirós, mandarín […]
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Preciosa reseña.
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Preciosa fábula. Y qué poco se conoce. Un saludo, Margaret. Me alegro que coincidamos en tan bello texto 🤗
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Haciendo una reseña sobre «El mandarín» he recalado en tu blog. He leído tu reseña sobre esta muy diferente novela de Eça de Queiroz y me ha gustado mucho todo lo que dices. Me ha parecido una excelente reseña. También me han gustado las dos ilustraciones que utilizas en la reseña. La primera ya la tenía yo seleccionada antes de conocer ‘La cueva de mis libros’ e imagino que mi elección habrá sido parecida a la tuya: el resto de portadas eran muy frías e incluso muy feas. Lo que sí me he permitido coger es la imagen del autor que es la que coloco en mi reseña. Espero que no te moleste.
La reseña la publicaré el próximo jueves
Te voy a dar mi dirección del blog principal donde reseño libros que no es de wordpress sino de blogger. No obstante puedes pasar de uno a otro sin problema pinchando en la pestaña correspondiente. La dirección de mi blog es la siguiente: «https://elblogdejcgc.blogspot.com»
Un abrazo
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