Dentro del teatro español, tenemos el privilegio de contar con una obra magistral que lleva por título De la gaseosa al champán. Es una «tragicomedia en dos actos, parábola inexcusable en la que se muestran al desnudo concretos aspectos, siempre llamativos, del comportamiento humano». Esta reseña quiere rendir doble homenaje: a la obra y a su autor. Servir de testimonio de la intensa pulsión vocacional de Javier Rey de Sola por el oficio de escritor teatral que, a pesar de los males que dicen —nunca han cesado de decir— aquejan al ring del escenario, sigue en la brecha de un modo infatigable.
La obra se estrenó en Uruguay bajo el título de Pizza y champán en 2003 y fue merecedora de muy buenas críticas, gozando del reconocimiento del público al que —según palabras del autor— “se pone en solfa y encima se echan unas risas”. Ha sido representada en diversos países (Venezuela, Argentina, etc.) y hace unos meses (2016) estuvo en cartel en Valencia, ocasión que aproveché de verla representada.
Javier Rey de Sola aborda en ella el tema de la corrupción que “como el resto de vicios vienen solos, sin otro requisito que el cruzarse los brazos o tumbarse a la bartola. Se agazapa oscuramente en lo más profundo del corazón humano. Todos, tristemente tendemos a refugiarnos en sus brazos”.
Al alzarse el telón, dos personajes cumplen condena en la cárcel: Matías, jefe de una oficina de préstamos, y Homero, un pobre tipo, que se ganaba la vida en un café y es rescatado por Matías para que trabaje con él. Se les acusa de haber estafado a mujeres (viudas y madres de niños huérfanos), que invirtieron todo su dinero en la oficina de préstamos.
En el primer acto, los personajes se expresan desde el lado más cómico y el espectador se divierte mucho. Sin abandonar el plano de la realidad, las voces de Homero y Matías representan el anverso de la vida normal, de la vida encauzada, por decirlo bien. Dando carrete a un diálogo envuelto en un fanal de desesperación, ponen sobre el tapete sus vidas, como un desnudo de la vida auténtica, la que no está encadenada a normas, la desceñida. Sus expresiones desparraman lo que son cada uno. Y aquí, el primer toque mágico de Javier Rey de Sola: rompe con los moldes tradicionales y crea una mirada en los personajes disfrazada de tintes grotescos. Como relámpago cegador, viene a mí el esperpento de Valle-Inclán. No me cuesta mucho trabajo reconocerlo en el habla coloquial, alejada de exquisiteces; ni en el hecho de que los dos sean seres fracasados, que van tirando como pueden de sus desengaños (Homero reconoce haber sido “una nulidad” y Matías ha de lidiar con algunas consecuencias derivadas de sus deslices amorosos). Con esta comparsa, los personajes están desorientados, desajustados, desenfocados para poder llevar una vida normal. En cierto modo, ambos poseen un vitola común: son dos guiñoles de una misma función que es la vida, cuyo acto final les conducirá (como se verá en el segundo acto) hacia el desmoronamiento moral más absoluto.
Es muy interesante analizar el cauce del diálogo, que se encarrila hacia una situación absurda, dentro de un plano verosímil. Rey de Sola se esfuerza por ridiculizar a los personajes a través del lenguaje. Así, Homero le dice a Matías: «te he imitado mucho en el espejo. También te he seguido por la calle…». La admiración de Homero por su jefe es manifiestamente absurda, pues al espectador se le hace muy fácil advertir que el jefe no posee en grado alguno esas virtudes. Es una admiración extrema, desorbitada, alcanzando la ciega veneración («tiene un corazón de oro»), con tintes propios del teatro del absurdo.
Voy a ir por partes. En el acto primero los personajes se definen a sí mismos. Son seres absolutamente antagónicos. Matías es un embaucador, hombre furibundo y huraño, de crueles instintos y fondo hermético. Adopta tono desafiante, camina con aire suelto y desenvuelto, y miente más que habla. De gran solemnidad y petulancia, se describe a sí mismo como «una especie de educador», «un optimista» y «un tipo que no miente». Sin embargo, para Homero, Matías es hombre íntegro y pleno de virtudes, alguien de quien se puede aprender cada día. He ahí la deformidad.
Homero encarna el perfil opuesto: noble, tímido, sencillo, condescendiente, ponderado y sumiso. De carácter extraordinariamente débil y vulnerable, es hombre pusilánime, a quien nadie respeta (en el café donde trabajaba era el hazmerreír). Se considera a sí mismo «chusma», «cenizo», «capaz de sobornar», «que no vale nada», «torpe»… En perpetuo afán de congraciarse con Matías, de buscar su complicidad, llega a decir una frase que define la naturaleza de la relación que les une: «si fuera más inteligente, encontraría una mejor manera de servirte».
La caracterización de los personajes adquiere mayor precisión a través de los verbos elegidos para describir qué hacen. Matías, el hombre lúgubre, afirma, desafía, ordena y yergue, mientras que Homero, el hombre claro, duda, se asusta, obedece y tiembla.
En el segundo acto la obra da una vuelta de tuerca. Escampa el humor y se dibuja la tragedia. La realidad adquiere doble relieve: la que existe fuera de la prisión y la que existe dentro de ella. Homero declara que prefiere vivir la realidad que tienen ellos, antes que la que viven todos («El exterior no me interesa»). Además, aparece la ficción. Homero cuenta que ha montado una industria en la que todos los presos trabajan para él. Sin embargo, toda esta red comercial que tantos beneficios reportaría es pura ficción. De nuevo, el guiño esperpéntico (“¿cuánto llevas con esto?” y se responde “¡Si todavía no he empezado!”) deja al espectador fuera de juego.
Los personajes han trocado sus papeles. Homero ha perdido la cordura (se pregunta: «¿Qué era yo hasta ayer? (…) ¡Nada! Un tonto. Un botarate. Quejándome sin parar de la mañana a la noche»), reconoce que las lecciones recibidas de Matías «han fructificado» y presume de ser más canalla que Matías (ha montado una tómbola en la que se rifan señoritas). La transformación de Matías consiste en que deja de verse como un hombre honrado, “pues de serlo no estaría en prisión”. En definitiva, el trueque que sufre la personalidad de los personajes agudiza los rasgos del otro, acusándolos más. Homero pasa a ser un Matías más canalla y pervertido y Matías se convierte en un Homero más noble y sincero.
Los personajes están embadurnados de esperpento, pierden sus voces y ven en el otro su propio reflejo, pero un reflejo exageradísimo, deformado. Como los espejos cóncavos del callejón del gato, la realidad es retratada de una forma desmesurada y, sobre todo, se degrada.
Es preciso insistir en más rasgos del absurdo: cuando Matías le dice a Homero que no pudo leer la postal que le envió Rosalía (su amante, años atrás) porque «la escritura estaba borrada a consecuencia de unas inundaciones que afectaron a la saca del correo».
Matías ve en Homero el fidelísimo reflejo de sí mismo, de su podredumbre y miseria moral, llegando a asustarse. Ahora lo (se) ve con absoluta claridad. Se tiene enfrente a sí mismo: «Eras puro, inocente…Lo único limpio en este sucio negocio. ¿Y en qué te has llegado a convertir…? ¡Dios mío, Dios mío…!». Y teme («su rostro se convulsiona y comienza a temblar»), es decir, experimenta las mismas sensaciones que tenía Homero en el acto primero. Excelente reflexión acerca de nuestra incapacidad de ver nuestras miserias, sino en los demás.
La figura de la madre como conciencia es muy interesante, pero no me voy a detener. Podría considerarse un protagonista más.
Al final del texto el soborno, como idea vertebradora de la obra, se hace visible a través expresiones como la de que el dinero todo lo puede comprar. Homero dice que, si viniera un inspector con idea de desmontar todo el tinglado que tienen montado (la timba de mujeres) lo compraría. El diálogo es el siguiente:
– Lo compraría.
– ¿Y si no se dejara comprar?
– No conozco esa especie.
En definitiva, no hay nadie verdaderamente incorruptible. Todos los seres humanos, independientemente del lugar que ocupen en una jerarquía social, son sobornables. Y la moraleja: “unos triunfan y los demás sucumben. Esto no es nuevo. Viene pasando desde que el hombre pisa la Tierra”.
El teatro de Javier Rey de Sola es una respuesta, tal vez sólida, a muchas de esas preguntas que nos acompañan hasta el fin de nuestros días. Respuesta sólida porque su obra, frente a la endeblez de otras, goza de gran peso sobre nuestra conciencia. Otra cosa es que resulte insuficiente. O encierre la respuesta de seguir interrogando. De la gaseosa al champán responde sobre la corrupción, y hace asomar a ese mister Hyde que, junto a otras personalidades de distinto pelaje, duerme en cada uno de nosotros y nos convierte en seres capaces de las mayores maldades.
Cada persona tiene, probablemente, un don especial que le otorgaron los dioses al nacer. Javier Rey de Sola posee el don de hablar sencillamente bien, pero los dioses fueron muy generosos con él porque escribe como solo algunos elegidos saben hacerlo. Como un prestidigitador del lenguaje, en la obra que hoy comento resucita la degradación hiperbólica del esperpento, con un logradísimo y tozudo rebajamiento de los valores morales que nos hacen más humanos. Y como lo somos —otra cosa es que nos cueste creerlo—, nos obliga a tomar partida y en esto nadie se escapa. Nos despierta porque nos incomoda. Y de qué modo. A ver quién no ha sufrido una sacudida cuando cae el telón. Una sacudida a ser (más) íntegros. A ser (más) honestos. Por su brillo y maestría, esa sacudida íntima, personal —cada cual sabrá—, es acogida con mi acostumbrada reverencia versallesca al autor y mi empujón más intencionado a quienes se asomen a esta reseña para que lo busquen, lo lean y lo disfruten. Si la gente conociera mejor sus obras, entre otras cosas, serían más felices.
Buenas tardes y buenas lecturas.
“Soy hombre desgarrado (anímicamente, eh), sumido en un océano de contradicciones y anegado en mi propia podredumbre. Mi propósito de enmienda naufragó, ¡hace ya tanto!, en una playa remota. A veces —lo confieso—, se me escapa algún sollozo”
(Javier Rey de Sola)
Si te soy sincera, no sé si he leído teatro alguna vez. Así como la novela, prefiero leerla, en el teatro lo que más me encanta es la emocioón que siento en la puesta en escena.
Besos
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Esta obra es magnífica. Sin peros. Y cuando el texto es muy brillante la representación puede (si es mala) incluso quitarle parte de su resplandor. Ahora decides tú…
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