La reseña de hoy es una obra maestra del teatro español de la posguerra: Tres sombreros de copa escrita por Miguel Mihura en 1932. La anécdota es que su estreno fue un «verdadero cañonazo», pues no subió a los escenarios hasta ¡veinte años después!, en 1952. Tal vez, porque era una comedia demasiado avanzada para la época y pensaban que no iba a funcionar económicamente. La cosa tiene su gracia.
Y sí, era arriesgado, porque Mihura inventa un nuevo lenguaje teatral: el absurdo. Una nueva configuración de la farsa, caracterizada porque los personajes se exageran para presentarlos como ridículos, rozando lo cursi. Procedente de la literatura de vanguardia es un humor adelantado, creador, pero profundamente humano, incluso moralizante, y con enorme transfondo de seriedad… En definitiva, una nueva visión del mundo. Más sabia, más completa.
Hay quien califica esta obrita como un esperpento cordial, que plantea el combate entre la vida a chorros y el cartón piedra. Entre los dos mundos se mueve, indeciso, el protagonista. Pero, al final, gana el cartón piedra. Gonzalo Torrente Ballester dijo de ella que su mensaje era «llamar estúpidos a todos los que, pudiendo vivir, prefieren la fría regularidad de la costumbre a la maravillosa espontaneidad de la vida».
A pesar de la anarquía narrativa la obra respeta las normas del teatro clásico. Unidad de acción, de tiempo y de espacio. Y la acción se estructura en tres actos, que corresponden al esquema tradicional: planteamiento, nudo y desenlace.
Argumento: Dionisio llega a un hotel de provincias. Al día siguiente se va a casar con la hija de don Sacramento. Tras siete años de noviazgo, va a convertirse en un hombre respetable. El dueño del hotel, don Rosario, es un viejo pintoresco y afectuoso. Le enseña la habitación, pero cuando se va a dormir, irrumpen en ella: una bailarina (Paula) y su novio (el negro Buby), miembros de una compañía de revistas que debutará al día siguiente, y huéspedes del mismo hotel. Dionisio se hace pasar por artista y se desarrolla una tremenda juerga entre las dos habitaciones. Pronto se descubre que todo estaba premeditado para sacarle dinero a Dionisio. Pero él… se enamora de Paula, llegándose a besar. A la mañana siguiente aparece el padre de la novia y riñe a Dionisio, acusándole de haberse portado como un bohemio y le indica todo lo que no debe hacer una persona respetable. Cuando Dionisio sale para la boda, Paula, que ha oído todo, queda jugando en escena con los sombreros de copa.
Si recordamos la progenie literaria del tema (la imposibilidad de alcanzar la felicidad, del que se desprenden aspectos como: la crítica del matrimonio como única salida, la monotonía, las falsas apariencias, etc.), vemos que ya antes, autores como Clarín o Galdós lo hicieron. Se zambulleron en el mismo asunto, quiero decir. Claro que el tono de Mihura es muy distinto, pero no faltan alusiones serias, como ésta de Paula: «Hemos llegado esta tarde para debutar mañana. Los demás, después de cenar, se han quedado en el café que hay abajo…Esta población es tan triste…No hay adonde ir y llueve siempre… Y a mí el plan del café me aburre…».
El hotel en el que transcurre la obra es absurdo en multitud de detalles, pero también es cordial y familiar. No molestaría mucho a Mihura, supongo, encontrarse a un hotelero así, por rarito que sea. Es loco, no es malvado. En él, como en don Sacramento (representa el puritanismo a ultranza, la rigidez de las costumbres) y en el Odioso Señor (a quien lo único que le interesa es el dinero y el sexo), ve Mihura que existe «algo de locos, algo de extraños que no sabemos bien lo que es». Éste es el tono agridulce de su humor: la broma une, a la vez, crítica y afecto.
El sombrero de copa que da título a la comedia es el objeto-símbolo en el que coinciden los dos mundos opuestos: el serio y burgués de la boda, y el alegre mundo de quienes escenifican juegos malabares.
Como en tantas grandes obras, la literatura se nutre aquí de literatura, pues Mihura recopila en esta comedia todo un diccionario de tópicos (algo parecido a lo que hizo Flaubert en Dictionnaire des idées reçues). Así, hay tópicos lacrimosos: «Pensar que sus padres, que en paz descansen, no pueden acompañarles en una noche como ésta»; eróticos: «los negros quieren de una manera muy pasional»; bienpensantes: «¿Verdad, usted, que de un negro no se puede enamorar nadie? Si es honrado y trabajador…», etc. He de decir que, en muchas ocasiones, saca de la chistera un lenguaje, digamos, algo cursi («es una habitación muy mona», «te adoro, flor de la chirimoya», «adiós, bichito mío») pero predomina el fresco y natural, del tipo «¡idiota!», «¡majadero!«, etc. y esos diminutivos tan espontáneos, como cuando dice: «Como es negro, pues tiene su geniecillo… Pero el pobre no tiene la culpa… Él, ¿qué le va a hacer, si se cayó de una bicicleta… Peor hubiera sido haberse quedado manquito». Desde luego, tiene mucha gracia.
Toda la obra —y vuelvo a lo mismo— está bañada de ese tono juguetón a través de una prosa sencilla, sin florituras. Se sirve de un continuo diálogo de besugos para criticar la vulgaridad de la sociedad burguesa. Los personajes resultan infantiles, inmaduros, desconocedores de la vida. Y esto lo consigue utilizando el humor en la degradación del lenguaje. El resultado ya se ve: unas situaciones ridículas y de lo más absurdas.
Es interesante añadir que estas situaciones absurdas -frente a las que una queda algo atónita-, se resuelven también de un modo imprevisto. Y además, los personajes son todos tronchantes (la más excéntrica, esa mujer barbuda —madame Olga—), y esos nombres de mujer —don Sacramento y don Rosario— aplicados a hombres. En fin, una se divierte mucho al leer estas páginas escritas con tantísimo despropósito, pero tan realistas y humanas, al mismo tiempo. Olvidé rescatar eso de «Sí, me caso, pero poco…». No podía dejarla pasar. Decía que a una le entran ganas de no sacudirse la carcajada en un rato. Pero hay que pararse, quitarse el sombrero (de copa, hoy) y hacer una reverencia versallesca a ese gran maestro de maestros que fue Miguel Mihura.
Buenas tardes y buenas lecturas.