Voy a presentaros a uno de esos personajes de las que una no puede huir porque, al leerlo, construyó su nido en un rinconcito de mi corazón y allí se ha quedado para siempre. Se trata de Akaki Akákievich, salido de la obra El capote del gran maestro ruso Nikolái Gógol.
A Gógol lo conozco y lo reconozco. Lo reconozco porque sé lo grande que es, con lo pequeño que lo hacía todo. Bastan pocas páginas de un relato suyo, como El capote, para identificarlo. Junto al monstruo de Antón Chéjov es autor grande, insisto, y acaso no pueda decir el mejor, pero a poco que una se adentre en su obra, será suficiente para otorgarle aposento entre los mejores. Es ese tipo de escritor que mira como insinúa, que dice como sugiere, que ve como avizora, que llora como entristece, que ríe como ironiza, y que además, fantasea, contempla, reflexiona, ennoblece… en fin, un autor tan necesario como prestigioso.
Creo haber leído sus mejores relatos, los más valiosos, y estoy convencida de que Gógol conocía bien el alma humana, pues exploró con su mirada esencial sus rincones más oscuros. Con una especie de espiritual tracción, en cada texto suyo he descubierto que se ha ido moviendo por mi mundo interior, desde el amanecer hasta el ocaso. Gógol no tiene poderes sobrenaturales, como mover el sol, pero sabe evitar los eclipses. Porque consigue, a través de su escritura, que los momentos más oscuros de una persona se vuelvan, no sé bien cómo expresarlo, quizá estaría bien decir, más tornasolados. Logra que mis pupilas, al ser acariciadas por su literatura, se sientan invadidas por una luz fantástica, casi mágica. Y es que sabe, ya lo he dicho, mirar bien a los ojos de las personas a través de su alma.
El relato del que voy a hablar se publicó en el año 1.842 y Nórdica lo ha editado recientemente acompañando al texto ilustraciones muy bonitas, que ayudan a seguir de cerca el tono imaginativo de la narración. He sabido que la obra se llevó al cine por Alberto Lattuada (Il capotto, 1952), pero, como pasa casi siempre, el cine, en su fraternal relación con la literatura, suele quedarse corto.
El capote cuenta la historia de un funcionario (Akaki Akakievich), perteneciente a la escala más baja de la administración civil, cuyo trabajo consiste, básicamente, en copiar documentos que le proporcionan sus superiores. Jamás comete errores y cuando, al fin, se le ofrece subir un escalafón y ampliar sus actividades, él prefiere seguir como está, cumplir su rutina y atender con celo sus obligaciones que, por otra parte, es lo único que sabe hacer y, además, le gusta.
La conducta de Akaki tendrá gran influencia en la literatura posterior: Herman Melville nos presentará a Bartleby y Franz Kafka a Gregor Samsa, dos personajes descendientes directos de nuestro funcionario ruso.
¿Y cómo es Akaki? Pues Akaki es hombre pobre de solemnidad y como trabajador, inasequible al desaliento. Desempeña su trabajo acompañándolo de ciertos rituales. Ignora las burlas constantes de sus compañeros y el desprecio al que le someten sus superiores. Un día, se da cuenta de que para protegerse del gélido invierno de San Petersburgo, necesita cambiar de capote. Tras meses de ahorro y muchas estrecheces, consigue que un buen sastre le haga un nuevo capote. Su satisfacción es grande por dos motivos: con él va abrigado y además, bien vestido.
Gógol transforma el capote en todo un símbolo. No es una prenda de abrigo, que también, sino sobre todo, un símbolo de prestigio social en el entorno en el que se mueve Akaki. Desde el estreno de su nuevo capote, sus compañeros le brindan un trato mucho más atento, hasta el punto de que parece haber ascendido en la escala social. De hecho, es invitado a una fiesta -a la que con su viejo capote jamás hubiese sido invitado-, a la que por fin acude (aunque él prefería no haberlo hecho) muy dichoso y contento. Pero la felicidad le dura poco a nuestro pobre funcionario, pues le roban el capote. A partir de ese momento, el relato adquiere tintes fantásticos. Akaki se convierte en una suerte de aparecido, «un espectro vestido de funcionario», que busca su capote robado. Va causando no poco temor entre la gente, así como desasosiego y mala conciencia entre quienes tiempo atrás le negaron su ayuda. Con todo, lo peor no es ese frío físico que ahora padece, el peor de los fríos que siente es la gelidez de su alma, al darse cuenta de la denigración a la que se ha expuesto y ha padecido durante toda su vida.
Como si de una fábula moral se tratara, el texto invita a reflexionar profundamente sobre muchos aspectos: el respeto a los demás y la necesidad de cuidar al prójimo en su dignidad, la venganza (hasta qué punto está justificada, si adquiere mayor legitimidad cuando se ejerce habiendo soportado públicamente conductas de indiferencia y desprecio…). Pero además, este magnífico texto breve pone en ebullición muchas otras reflexiones de interés: ¿qué es, realmente, aquello que nos abriga el alma: el amor, el reconocimiento, la buena conducta….?; ¿qué peso ejercen las injusticias sociales sobre nuestro confort más íntimo?; ¿hasta qué punto el egoísmo de los hombres separa a pobres y a ricos?. Y también, sobre la infidelidad, sobre el destino que depara a los hombres insignificantes y el que depara a los hombres importantes, etc.
Maravilloso relato. Gracias por inocular de tan bella forma ideas que se agitan, por sí solas, en nuestra cabeza. Rindo pleitesía y todos mis honores a quienes, como mi venerado Gógol, consiguen con su trabajo abrigar nuestras conciencias. Inventando soles o dejando paso a estrellas o luceros. Cualquier forma es lícita si consiguen que nuestros días sean un poco más cálidos y nuestras noches más placenteras.
Buenas tardes y buenas lecturas.