Hay libros con los que tengo una experiencia similar al efecto de haber cogido una mariposa en mis manos y haber acariciado sus alas. Me acerco a ellos porque el brillo de su crítica ha despertado mi interés. Sin embargo, ese interés va escapándose entre mis dedos a medida que voy pasando páginas, como le ocurre al polvillo de la mariposa…hasta perderse por completo. Libros que, cuando abandonan mis manos, sé que no me harán volar nunca, aunque los volviera a leer una y otra vez. Ése, más o menos, es el efecto que me ha producido la lectura de Sueño de trenes de Denis Johnson. Un libro formalmente bien escrito, con bastante tufillo de estilo literario, pero sin pasión. Sin vida.
La historia narra la vida de Robert Grainier, un jornalero del Oeste americano, casado y con una hija pequeña, que se gana la vida trabajando en los grandes bosques, en aserraderos, tendiendo vías de ferrocarril, o levantando puentes. Pero sobre todo, levantándose a sí mismo. Es su vida una carrera de obstáculos en la que va perdiendo (casi) todo: la mujer, la hija, el trabajo, amigos… Y él, tras cada pérdida, se levanta y mira de nuevo al sol. A la vida. Pues bien. Tampoco esto, que dicho así puede sonar entre heroico y bucólico, ha conseguido despertar en mí interés alguno cuando iba leyendo el texto.
¿Y por qué, entonces, la reseña? Pues precisamente, para evitar confusiones a quienes se acerquen al libro. Son muchas las críticas y todas ellas se me antojan una dilatada exageración. Que si en el estilo se parece a Flannery O’Connor (ya quisiera), que si a Hemingway (yo diría, a años luz de la exquisita sobriedad del Nobel), que si desprende el realismo de Bukowski (el de Bukowski es un realismo sucio, el de Denis Johnson es algo sórdido sí, pero no se entretiene en la sordidez), que si recuerda a Melville (ni un gramo) o a Chéjov (me da la carcajada). En fin.
Lo que tiene el texto es una abrumadora potencia imaginativa y una prosa limpia (casi siempre) y bastante pulida. Eso sí. No se lo vamos a quitar. Pero aún con estos lindos ropajes, la obra, como lectora iniciática del autor, ha estado muy lejos de seducirme. Para mis oídos, ha sido como una balada triste de episodios en los que el buen uso de metáforas y otros recursos estilísticos, embellecen una prosa que no me ha llevado a ninguna parte. No me ha dejado poso. Y sin poso, qué voy a esperar que despierte el reposo…
Es un ejercicio de precisión de estilo que, en conjunto, me ha resultado algo afectado y que además, va perdiendo fuelle. Afectado porque destila una acusada intención de contar que pasa esto y aquello. Y qué, si apenas los hechos narrados tienen trascendencia sobre la conducta del protagonista. A lo largo del texto merodea también cierto aliento de religiosidad, pero cuidado, sin reparar en ella, no sea que el relato pierda acción y gane en reflexión. Veamos el pasaje en el que el autor podía haber aprovechado para desvelarnos qué vínculo une al protagonista con Dios (pero, claro, no lo hace):
«Como necesitaba una mano para mantener el equilibrio sobre las rocas del risco mientras descendía, tiró la Biblia en lugar de los bombones. Aquel desvelamiento de su indiferencia hacia Dios, el Padre de Todas las Cosas, fue su perdición». Y fin de la cita.
Como el caudal de un río que se ve vencido por la fuerza de gravedad ejercida sobre el agua, lo deja fluir… y a otra cosa mariposa.
En sintonía con esta falta de hondura al abordar el personaje central Denis Johnson toca, roza, esboza, perfila, también de lejos, el carácter de los personajes secundarios, que en realidad son todos, a excepción de Robert Grainier, sujeto paciente de cuanto acontece.
A mí me ha faltado esa temperatura en la acción que da vida al texto. Porque una lee pero tiene la sensación de no conocer al personaje ¿cómo es, interiormente?. Pues una no sabe. Sí, sé bien todo lo que pasa, pero no lo que le pasa (a quién le pasa). Lo más que logro conocer de Robert Grainier es que es un hombre ermitaño, que dialoga en oscuros fraseos con la naturaleza, que no disipa el remordimiento de haber participado en el intento de matar a un chino al que pillaron robando, que cree que éste (el chino) se quiere vengar de él invocando una maldición que habría calcinado a su mujer y a su hija en un incendio en el bosque, que se confabula con una chica que tampoco se sabe bien qué es (una chica-lobo), que fue propietario de media hectárea de tierra, dos yeguas y un carromato…y que vivió más de ochenta años.
Desconozco si la génesis del título viene de la metáfora de la vida como un tren en movimiento, pues es la suya una vida que se asemeja a la de un tren en marcha, que no se detiene, y en cuyo recorrido sufre una tragedia que lo parte en dos. Con todo, esta tragedia no lo hace descarrilar. Su vida sigue. De vez en cuando, una ligera sacudida que interrumpe el traqueteo monótono, un golpe que le obliga a tomar un desvío… pero poco más.
El autor recibió el prestigioso premio National Book Award en 2007 por su obra Árbol de humo. El libro que hoy reseño ha sido calificado por algunos de pequeña joya. Lo de pequeña tiene pase (son apenas 140 páginas) pero lo de joya…Baratija y de las de saldo.
Y vuelvo a la metáfora del lepidóptero. De tanto esperar a que algo (me) pasara, de perseverar en una lectura delicada, como caricia a las bellas y lacadas alas de una mariposa, cuando al fin cierro la última página del libro, me doy cuenta de que su polvillo ha manchado mis dedos, pero no me ha levantado ni un palmo del suelo.
Buenas noches y buenas lecturas.