«Pisando ceniza» de Manuel Arroyo-Stephens

ceniza     Pisando ceniza es un texto para disfrutar. Posee una pureza de redacción poco frecuente y aunque es un compendio de relatos, puede leerse como una autobiografía, pues el autor hace un recorrido emocional por su memoria íntima y nos obsequia con vivos retazos de su pasado.

     Su prosa es discreta, pausada, inteligente, delicada y triste. Con estas composturas, cuando una se abandona a estas páginas enferma de melancolía, o bien, se agarra al libro, lo mira, lo acaricia y le entran fuertes deseos de custodiarlo como un trofeo prohibido.

     Está estructurado en seis capítulos que dan nombre a los relatos. Es difícil especificar qué es lo que más me ha gustado, ya que lo mío ha sido un enamoramiento que se ha ido fraguando a fuego lento, página a página. En general, me interesan las historias que evocan vidas reales porque incitan a entrar en una atmósfera íntima, cerrada, confesional, que me hace sentir una invitada de honor. Manuel Arroyo-Stephens fundó la editorial Turner y, claro, solo por eso es el suyo un perfil tremendamente interesante. Hay pocos privilegios mayores que penetrar en la vida de un hombre cuyo trabajo es editar libros.

     En el primer relato («Un librero de viejo») una queda maravillada del entusiasmo con el que narra cómo ha sido su trato no sólo con los libreros sino también con quienes tenían esos otros oficios secretos, casi clandestinos, que se ocultan tras la minuciosa tarea de gestación de un libro. Ilustradores, doradores, iluminadores, acuarelistas y estuchistas reciben aquí su justo homenaje. Con todo, lo que más me ha cautivado es ese maridaje blindado entre la sabiduría de un hombre que ama su trabajo, que es vivir entre libros, y la llaneza con la que lo cuenta. La hondura y sencillez con la que describe su testimonio vital glorifica a las letras, las enaltece.

    No es fácil glosar para otros lo que se cocina en los sótanos de nuestra intimidad. Aproximarse a lo más profundo, pellizcarlo, sacarlo fuera, es tarea costosa, sobre todo, cuando se habla de experiencias como la muerte. En el segundo relato («Melancolía del torero») y también en el último, él lo hace con elegancia, con soltura, con fino pudor, y con bastante frescura, de tal suerte que parece que todo lo que cuenta —hasta la muerte— se convierte en vida. En definitiva, sus palabras poseen el tono seductor de la naturalidad, dotando de gran belleza su pulso como escritor. Brinda un bonito recuerdo a ese torero gitano que fue Rafael de Paula, a quien él siguió por toda España. Sus palabras de elogio a Antonio Ordóñez, Luis Miguel Dominguín, Curro Romero y a otros amigos elevan al toreo a la altura de la poesía y de la música.

     Evoca también los vínculos afectivos que le unieron a José Bergamín, que se convierte en el protagonista del tercer relato («Región luciente»). La prosa de Arroyo-Stephens es aquí aún más fina, más pudorosa, y nos hace partícipes de su agonía y muerte en un conmovedor retrato de los momentos finales del poeta.

     El cuarto relato («Palangana») es el que me ha resultado menos interesante. Tiene por escenario el pueblo de la familia de su padre y se ocupa de describir a los lugareños con un tono caricaturesco o burlón. Son hombres desilusionados que van consumiéndose como cigarrillos y acuden a la taberna como lugar elegido para emborracharse y contarse sus penas, pues arrastran vidas sin futuro ni ilusión alguna.

     En el quinto relato («En la tumba de mi hermano») el autor acude con su madre al cementerio del pueblo y visitan juntos la tumba de su hermano pequeño. Son páginas conmovedoras en las que desnuda al lector los vínculos emocionales que urdió con sus padres y con sus hermanos. De su padre, ya muerto, recibió poco afecto. Y su madre, al llegar a la vejez, vive obsesionada con la idea de poseer una parcela en el cementerio para descansar eternamente junto a sus hijos, pero lejos de la tumba de su marido.

     El fallecimiento de su madre es el núcleo narrativo del relato que cierra el libro, «Responso». Una muerte a la que llega a los 87 años sin borrar su expresión tranquila, sumida en un sueño profundo y, al parecer, dichoso. Duras y frías páginas en las que la pluma flamante de Manuel Arroyo se recrea en la ternura, con alguna brizna de comicidad, que trae el vivo recuerdo de su madre. Aquí vemos que la línea divisoria entre lo externo y lo interno ha desaparecido, pues lo que existe fuera del autor está realmente dentro de él. Las vivencias que narra de su pasado son recientes, porque lo que él siente al rescatarlas, en realidad, no está muy lejos. La devoción que siente por su madre, con los años, no ha variado. Decir que el pasado es ya ceniza, es una forma errónea de hablar, pues seguir viviendo exige volver al pasado. Vivimos siempre pisando ceniza.

     Recomiendo pues, este álbum de memorias fragmentadas, esta travesía personalísima hecha de amigos, libros, charlas y viajes. De caminos y pisadas. De flores, troncos quemados y cenizas. Un texto magnífico, escrito con letra clara, apacible, como si con las palabras quisiera acariciar sus recuerdos. Más literario que memorialístico. Y como suele ocurrir con los libros escritos por quien sabe contar las cosas, cada página leída descorre ese velo mágico que nos hace tocar el cielo con los dedos. O imaginar que lo tocamos.

    Buenas noches y buenas lecturas.

manuel-arroyo

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