La nieta del señor Linh es un libro exiguo, de escaso volumen, que podría haber pasado desapercibido por mi vida, pero tuve la fortuna de que llegase a mis manos como obsequio de una persona querida. Deseosa por conocer qué se amagaba tras esa portada en blanco y negro, en la que un viejo abraza a una niña con mirada de eterna orfandad, lo empecé impaciente. Han pasado los años y he vuelto sobre él con entusiasmo, por el afán de glosar el aroma con el que me perfumó entonces y hacerlo con el mimo que requieren las más delicadas fragancias.
Cuando lo leí por primera vez supe que en este cuento precioso, en esta bellísima fábula, había magia y, al cerrarlo, que parte de esa magia se había vertido por sus bordes. Antes de dejarlo en mi biblioteca, ventilé sus hojas con especial cuidado. Lo abrí y cerré repetidas veces, haciendo crujir su lomo, tratando de que el gesto de combar sus páginas le otorgase el poder de borrar mi recuerdo. Le busqué hospedaje en una balda cerca de la ventana para que recibiera el calor del sol. El aire lo acariciaría y el polvo que sobre él se depositase aniquilaría de mi memoria el final de la historia. Esperé cinco o seis años, tal vez siete, pero el milagro no se produjo. Cuando lo abrí para leerlo por segunda vez, el roce de mis pupilas sobre las palabras avivó el recuerdo y el desenlace de la historia cayó sobre mí como losa pesada.
Con todo, a pesar de haber vuelto a él conociendo el secreto final, me ha vuelto a encantar. Me he enamorado del cuentecito con pasión crecida. Es tan bello, tan apaciguador, que se diría posee el calor de una puesta de sol. A una le dan ganas de ovillarse con él y olvidarse del mundo.
La prosa de Philippe Claudel (Nancy, 1962) es sencilla, pero magistral. Aterciopelada. Hilvanada con la frase lacónica, envuelta en los pañales del estilo más puro.
Los protagonistas son un bebé y un hombre viejo. El bebé es un ángel caído que apenas ha estrenado la vida. Una niña recién nacida que asoma al mundo en brazos de su abuelo. Él la lleva encima a todas partes, envuelta en infinitas capas de ropa, como el tesoro más preciado del universo.
A las pocas páginas, una ama tanto al viejo como a la niña. El viejo y la niña, la niña y el viejo, crean un universo enlodado de ternura y cariño. Qué poco cuesta dejarse acunar por el afecto de Claudel. Una desearía que este delicadísimo relato, que se va acurrucando en algún recodo de nuestra alma, no acabase jamás.
El señor Linh es dueño de una inmensa fuerza amatoria. Se diría que no ha hecho otra cosa en su vida más que criar niños. En sus brazos, el bebé —de nombre Sang Diu, que significa “Mañana dulce”— no protesta, no llora, no se queja. El cuerpo del anciano calienta el cuerpo de la niña, y allí están los dos, como un retrato primorosamente trazado con colores que lucen maravillosos. La recién nacida duerme plácidamente, arrullada por la voz acariciante del abuelo.
La nieta del señor Linh como toda fábula, encierra una gran verdad en forma de ficción. Esa gran verdad es la durísima realidad del emigrante, el desarraigo que padecen quienes no se saben aceptados. Simboliza, pues, la más honda soledad, la que se vive cuando se está rodeado de gente y uno se siente solo y extraño, en cualquier lugar.
Su lectura estremece porque habla del efecto expansivo del amor, sentimiento que no necesita correspondencia para desplegarse con plenitud. Precisamente, este es el punto donde la historia esconde su magia.
Amar es el acto de generosidad más ilimitado del ser humano. El señor Linh ha huido de su tierra. Una guerra ha acabado con su familia y ha destrozado su aldea. La metralla le ha robado todo, a excepción del sentimiento de amar. Lo único que nadie puede arrebatarle. Amar se convierte en su razón de existir.
El señor Linh está sentado en un banco. O en el banco, pues siempre escoge el mismo lugar para descansar. La pequeña juguetea sobre sus rodillas. A veces, él entona una canción con una musicalidad frágil, sincopada, un poco sorda. La niña se duerme en sus brazos y él se reúne con ella en el sueño. Casi todas las mañanas da un paseo. Le acompaña el señor Bark, un hombre que el azar ha sentado en ese mismo banco. Han cruzado miradas aguadas que un día estuvieron rebosantes de vida. A través de pequeños gestos, ha brotado entre ellos afecto mutuo. El señor Linh no sabe más que tres cosas de este desconocido: su nombre, su hábito de fumar como una locomotora y el placer que le produce dar, todos los días, un paseo por las calles. Hablan idiomas distintos, pero no necesitan conversar para adivinar el uno del otro que ambos miran la vida con idéntico coraje. No puedo contar más.
La nieta del señor Linh es un libro magnífico. Cuando lo acabé, se apoderó de mí algo parecido a un diluvio de amor. Me chopó una exaltación difícil de sofocar. Quedé prendada y prendida de él. Quedé secuestrada por su ternura. Se clavó dentro de mí, agarrado en algún lugar como una medalla resplandeciente que adorna mi interior.
Después de La nieta del señor Linh, las voces de otras historias me resultaban estrepitosas, lívidas e insustanciales. Lejos del susurro de Philippe Claudel, cualquiera de ellas se asemejaba a un estruendo con fauces de querer arrebatarme el sosiego del bello cuento. Y como nuestras emociones se acodan en nuestra intimidad de un modo caprichoso, decidí espaciar la lectura inmediata de otros libros. Es así como pude iniciar un idilio secreto con La nieta del señor Linh que, según intuyo y deseo, va a durar toda mi vida.
Buenas tardes y buenas lecturas.
Magnífico rescate
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Gracias, César. Es un libro magnífico. Lo rescato para evitar que se convierta en una reliquia desleída. Gracias de nuevo.
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Un abrazo!
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Otro para ti. Me encanta tu blog, lo sepas.
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Estoy de acuerdo contigo, a veces no dejamos reposar una lectura, porque estamos ávidos de empezar otras y el tiempo nos apremia, pero el final de La nieta del señor Linh provoca una onda expansiva de consecuencias imprevisibles. Después leí Almas grises y constaté que Claudel es un gran observador del género humano. Y sabe como pocos, trasmitir la melancolía de vivir.
Aunque el libro ya cumplió diez años debería ser un clásico porque muchos de los temas ahí tratados siguen vigentes, desgraciadamente.
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Almas grises me encantó también. Por sus hondas reflexiones en torno a la muerte y porque, como bien señalas, dimana un íntimo conocimiento del alma humana. Muchas gracias por tu aportación, M. Carmen.
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Me la han recomendado esta mañana a las 7.30 y a las 9 ya la había comprado online.
Ya te contaré! Besos
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