Hoy recomiendo una novela intimista, de silencios, unas páginas en las que Karmele Jaio (Gasteiz, 1970) nos incita a pensar en esos pliegues de la vida donde se hospeda el sentimiento. Si ya no me gusta desgranar el argumento de los textos que traigo —mi intención es rescatar la esencia del libro, nada más—, en este caso, aunque quisiera, no podría, pues la autora se sirve del catafalco de un asunto menudo para decirnos algo que suena mejor sin mucho ruido. Las palabras, como los consejos que no demandamos, a partir de una cantidad dejan de escucharse, se tragan sin saborear.
La novela tiene el estilo preciso de quien escribe con exceso de prudencia. Frase corta y cierta. No es un laconismo estéril —a veces, me parece estar leyendo un texto azoriniano— sino sazonado con la generosidad de reflexiones íntimas, de sentencias casi lapidarias, en cuyas veredas nos reconocemos todos.
En cuanto al contenido volvemos a lo frugal, que tanto me gusta. Así es. Música en el aire no cuenta nada. Casi nada. O cuenta mucho con pocas palabras. No hacen falta más. La autora vasca deja correr su trazo firme mientras su mano de escritora secuestra nuestra atención. En ocasiones, repite lo que dice, pero no el modo de decirlo, haciendo bueno lo que afirmaba Gracián en El discreto de que cuando las cosas son selectas, no cansa el repetirlas hasta siete veces. Es menester guisarlas de otra manera para que soliciten nuestra atención.
Lo que narra el texto es lo que una mujer mayor, Elena Kortazar, contempla desde la ventana de su casa. No puedo elegir otro verbo para definir mejor lo que hace Elena que contemplar. Está sentada y no hace otra cosa sino observar con atención, interés y detenimiento cómo pasa la vida. En esta contemplación ella es, sobre todo, espectadora.
Está tranquila, sentada en su butaca. Sus dedos torcidos como raíces de árbol recogen suavemente el visillo y sus ojos escrutan las calles, las nubes, los árboles. Pasan las horas y ella sigue en su butaca, aferrada a sus recuerdos, que se encienden y se apagan en su corazón como luces intermitentes de un vehículo que hace todas los días el mismo recorrido. Reflexiona serena, detenida, profunda e íntimamente sobre lo que es, lo que fue y sobre los misterios de la vida. Piensa en que el camino acertado para recorrer esta senda que es vivir ha sido único y dificultoso para ella, si bien para otros hay muchos medios y pocos remedios.
Gusta de observar cómo el tiempo ha dejado mella en las personas. No digo vecinos porque los vecinos tiene nombre y apellido, y a ella no le importa la vida de nadie. Tiene suficiente con mirar el mundo desde su ventana, desde su sillón. Allí en silencio, quieta, sola.
En su contemplación le espanta descubrir la farsa de la vida. Hay familias que desayunan juntas. Son la parte viva del gran teatro del mundo. Muchos padres e hijos tragan la monotonía untada en mantequilla. Mientras observa y piensa, Elena sorbe las palabras con el café. Apenas cruza unas frases con la mujer que la cuida, las justas. Saborea ese café que le gusta ardiendo y, a veces, se le revuelve el estómago.
Respira por los ojos. Tal vez por eso teme quedarse ciega, sería como morir. Mirando por la ventana piensa en las personas que pisaron esas calles y en las que las pisan hoy. Hacen cosas parecidas. Los seres humanos, aunque tenemos muchas aristas que nos diferencian unos de otros, en el fondo, somos muy parecidos. A través del recuerdo, el eco de sus vivencias le susurra que esos lugares que ve son algo que le pertenece, son suyos, tanto como lo son sus manos o su pelo.
Elena es una mujer bastante mayor. Sus hijos han encontrado a una joven ecuatoriana para que cuide de ella, se encargue de la casa y la anime a salir. Ella se resiste, es tozuda. Nadie va a decirle ahora cómo tiene que ser su vida. Prefiere seguir allí, en su butaca, mascando el aliento de sus recuerdos.
Permanece muy atenta al tiempo. Hace frío fuera de la vida. No quiere detenerlo, aunque se columpie en las lianas de sus reflexiones con afán de frenar el momento. Si lo vemos así, no hemos entendido nada, pues Elena desea permanecer en esa vigilia continua en la que ella misma administra y llena su tiempo. Su mayor gozo es llenar su tiempo de otro tiempo. Esto, aunque ronden algunos dolores, se ha convertido en su razón de vivir.
Buenos días y buenas lecturas.