“Cuando aparecen los hombres” es la última novela de Marian Izaguirre (Bilbao, 1951), un texto de madurez en el que la bilbaína se ha entregado sin reservas. Sin embargo, yo guardo cierta ambigüedad intelectual con él. Lejos del aplauso que me despertó “La vida cuando era nuestra” (puede verse reseña en este blog) esta última novela suya me ha resultado un ejercicio de retorcer el oficio. Está bien escrita. Incluso, muy bien escrita, pero la autora ha aparcado esa sencillez, divino tesoro, con la que los autores grandes hacen que el libro penetre en nosotros y ha irrumpido en una estructura complicada.
Marian Izaguirre presenta a la mujer como un ser facetado, lleno de rincones por descubrir, de inseguridades, de miedos, de insatisfacciones. Para ahondar en tan brumoso paraje, se sirve de tres personajes femeninos: Teresa Mendieta, su madre Ángela y Elizabeth Babel.
El argumento es la reconstrucción de la vida de Teresa desde que la abandonó su madre para fugarse con su amante y ella se cobijó en casa de Philippe, su maestro de esgrima. A partir de ese momento, la novela despliega un espeso tejido en el que vamos a ir conociendo a Teresa a través de un Phillippe que se convierte en narrador, y también, a través de Elizabeth, una mujer sordomuda que dejó encerrada su vida en unas cartas que Teresa descubre en una caja de membrillo. Elizabeth Babel vivió hace un siglo y, sin embargo, parece ser su alma gemela.
A través de estas cartas, en las que Elizabeth se escribe a sí misma, he disfrutado de la mejor Marian Izaguirre, esa que sabe envolver los sentimientos con el celofán de las palabras. Pero también en ellas he sentido el asedio de las comparaciones, a las que acude de modo recurrente para adornar frases cuya fuerza expresiva resulta exagüe. Lo suyo es un abuso del símil como figura retórica —prácticamente en cada página hay una comparación y cuando no es así, compensa en las siguientes con tres, cuatro y hasta cinco de ellas—. En esto, la obra se resiente literariamente. Hay otros registros que la bilbaína conoce bien, pero los aparca en beneficio del símil. Aquí no hay mejor expresión para vestir una cosa que compararla con algo. Y tan ricamente.
La vida de Teresa es la búsqueda de su identidad y Marian Izaguirre escoge la técnica del espejo que se refleja en otros espejos para reconstruirla. Los espejos de los que se sirve Teresa son su madre Ángela y Elizabeth. A través de lo que sus voces nos cuentan conoceremos los sentimientos de Teresa, las aventuras con sus amantes, sus pasión por la cocina, por la esgrima y, sobre todo, cómo se le complican las cosas cuando aparecen los hombres. Algo se erosiona en su vida. Lo que era liso y limpio se retuerce como la rosca de un tornillo destinado a abrirse paso en un cuerpo extraño. Sí, cuando aparecen los hombres las mujeres de esta novela cambian tanto que se convierten en otras mujeres. Podemos decir que empiezan a desaparecer.
La novela se extiende mucho en desarrollar los estratos de los personajes secundarios. El ritmo se ralentiza al desatar ese nudo que enreda a otro nudo. Bajo mi modesto criterio, sobra tanto detalle, pues, al cabo, una quiere avanzar (o aclarar) quién es Teresa y por qué le pasa lo que le pasa.
Aparte de esto, es una novela entretenida y, como los guisos que cocinan nuestras protagonistas, tiene un sabor dulce, a veces, y otras, amargo. Con hombres, o sin ellos, los sabores que la vida misma sirve a cualquier mujer.
Buenas tardes y buenas lecturas.
Como ya te comenté, leí La vida cuando era nuestra, que me envolvió y emocionó, y esta otra, sin embargo, está en wishlist pero no me animo a leerla de momento. Ese ritmo ralentizado del que hablas me frena, de hecho, aunque por otro lado, me tira la temática femenina tan latente de la que hablas. Me lo sigo pensando, no obstante.
Besitos.
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Gracias por comentar. Me ha chiflado tu entrada. Lo has dicho muy bien. Ha salido tu esencia facebukera más genuina y sesuda. Genial.
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Para mi esta escritora es digna candidata a procrastinar. Leí Los pasos que nos separan y me aburrió tanto que decidí no darle más oportunidades. Así es que después de leer tu comentario sigo instalada en mi negativa. ¡Gracias por ahorrarme disgustos!
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Me alegra coincidir contigo. Lo de las comparaciones que he señalado es acusadísimo. Hay millones. Descubierto esto, la prosa perdió para mí su poder seductor. Decir que «Los pasos que nos separan» te aburrió, ya es decir bastante. La amenidad es la primera (y a veces, única) baza que me aproxima a un escritor. Gracias mil por tu intervención. Un saludo!
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