El libro de hoy es una magnífica novela en la que José Saramago (Azinhaga, 1922-Lanzarote, 2010) se recrea en la ficción de uno de los sueños de la humanidad desde el principio de los tiempos, un hecho absolutamente contrario a las normas de la vida: que la gente no muera. Esta ficción artificiosa es una paradoja tan ingeniosa como demoledora y se convierte en un ejercicio introspectivo de hondísimo calado.
Saramago es la escritura pensada, lastrada de ingenio, la realidad sepultada y vuelta a resucitar. Saramago es un explorador que escudriña el alma desde un ángulo nuevo, no siempre benévolo.
Aquí todo sucede de la noche a la mañana. La muerte ha desaparecido. Nadie sabe cómo ni por qué ha sido. El gobierno investiga las causas. Lejos de tratarse de un hecho afortunado, la muerte de la muerte, permítaseme la acrobacia, es la peor de las pesadillas. Y a todos araña, a personas, a instituciones, etc. La sociedad pasa a ser un cementerio de vivos, de seres que viven en un estado de muerte suspendida —digámoslo así—, sumergida en un infinito caos.
El paro de profesionales que ganan su pan con trabajos sempiternos se extiende con la bravura de un magma invasivo. Sin la tijera de la muerte el negocio funerario no camina, no más coronas de flores con cinta moradalos, y los seguros de vida son una clamorosa estupidez. Los filósofos, ¡ay! los filósofos, se tornan ridículos, pues es sabido que se filosofa porque sabemos que moriremos —como dijo Cicerón, “filosofar no es más que aprestarse a la muerte» y el mismísimo monsieur de Montaigne, con aquello de que «filosofar es aprender a morir»—. Los hospitales son nichos de cuerpos matusalénicos eternamente terminales, eternamente agarrados al borde de la vida. La Iglesia no tiene respuesta a qué es el paraíso, el purgatorio o el infierno, y lo que es peor, no tiene respuesta a la cruel pregunta de qué hacer con los viejos.
Saramago, autor del ritmo, de quiebros en el estilo, construye esta magistral novela con los pliegues y distorsiones de siempre, con los que nos tiene acostumbrados. Saramago, lo tomas o lo dejas. Lo suyo es fabricar literariamente personajes que dialogan sin diálogos, que existen sin identidad, que habitan mundos desconocidos y, a veces, viven sin tiempo. O con todo el tiempo. Su desbordante creatividad para llegar a las catacumbas del alma me tiene enamorada. En la creación de estos seres inmortales aparca la rigidez de las normas para bruñir la escritura en su molde, para forjar el lenguaje en su peculiarísima fragua. El portugués tuerce, retuerce, y estira los convencionalismos hasta lo imposible. El resultado es un drama cómico, o una comedia dramática, por el modo de contarlo una no sabe bien cuál es el derecho del calcetín, que llega a nuestros oídos disfrazado de fábula. Y como todas ellas, trae un sabroso huevo Kinder con mensaje moral: hay que aceptar la muerte como una consecuencia lógica de la vida. Hay que vivir teniendo conciencia de la muerte.
El Nobel, sin él saberlo, con esta novela legitima la creatividad como la cualidad esencial del escritor, la que le define, la que constituye el corazón de su oficio. A quién se le ocurre la huelga de la muerte. Menudo soplo huracanado a la rica imaginación. Novelar no es narrar, sino crear. Y crear es tutearse con la magia del arte. Saramago, que conoce de cerca algún truco secreto, en «Las intermitencias de la muerte» dibuja otra vez, con el preciso grafito de la palabra, una silueta del ser humano fabulada, fabulosa y, ya puestos, también favorita.
Buenos días y buenas lecturas.
Me gusta la acrobacia «la muerte de la muerte». Creo que este libro nos hace pensar de manera más natural ante la muerte. Aunque siempre habrá la duda de las muertes menos entendí les como los jóvenes, niños…. Pero es un deleite leer este texto
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Jo, no he leído nada de este señor, ¿puedes creértelo?
Anoto.
Muchos besos.
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Pues ya tardas… Es brutal.
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[…] “Las intermitencias de la muerte” de José Saramago […]
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