Hoy recomiendo «El mar, el mar», de la irlandesa Iris Murdoch (1919-1999). Obra hermosa, hipnótica, de la que una sale complacida, porque habla del intenso magnetismo del amor cuando nace, crece y se expande como un sentimiento depurado.
La novela despliega un arrastre narrativo portentoso, un estilo diría que exquisito y una prosa barnizada de una pátina algo misteriosa que le da un encanto peculiar. Es de esos libros que, cuando se cierra, deja una quietud similar a la que nos invade al finalizar una gran sinfonía, prolongada e inmensa. Mecida en nuestras manos, la historia se ha apoderado de algún rincón de nuestra intimidad y nos ha proporcionado muchísimo gozo. Una no sabe si, en ese tiempo, ha sido poseedora o poseída. Benditos libros, esos que nos pellizcan el alma y, al finalizarlos, nos dejan una soledad más intensa que la que sentimos cuando estamos solos.
Sus más de 700 páginas convierten la narración en una historia de largo aliento, que inicia su andadura como diario y, al poco de arrancar, queda firmemente engarzada en los raíles de la novela. Con gesto callado, casi furtivo, el narrador confiesa que se trata de unas memorias noveladas, en las que ha eludido poner fechas porque interrumpen la sensación de ser una meditación continua. Y eso son, unas memorias noveladas con algún interludio (tal vez cómico), exactas y veraces de lo que le sucede a Charles Arrowby, nuestro ínclito protagonista, convertido pues, en narrador y cronista.
Este hombre, nacido de la ficción de Iris Murdoch, es un encumbrado autor teatral jubilado que, para olvidarse de la banalidad del mundo escénico, se retira a una casa tranquila cerca del mar. La escapada de este dramaturgo, hombre tremendamente seductor, hace despertar el deseo de algunas mujeres que desperdiciaron su juventud intentando perpetuarse en matrimonio con él, pero solo consiguieron perpetuarse en su lista de amantes. En realidad, Charles ha tenido una carrera llena de éxitos —intelectuales—, pero una vida vacía. Y es este cruce de vías entre lo intelectual y lo espiritual, a lo que se reduce todo. Con el oleaje de palabras cargadas de sal y de sol, recorrer los sinuosos meandros de la trama, sortear sus peligrosos acantilados y entrar en el universo narrativo de esta autora, bautizada por algunos como «la mujer más brillante de Inglaterra», se convierte en una aventura repleta de turbaciones, vaivenes y sorpresas. Con la placidez intuida que da el mar en calma, la prosa brillante de Murdoch va despejando las incógnitas de esta ecuación sentimental/intelectual a la que, con aciagos secretos, ha quedado reducida la vida de Charles.
He de decir que, en mi singladura lectora, a veces, me he encontrado algo desorientada por el tono ecléctico en el que se suspende la narración. En sus aguas se diluyen tanto las cavilaciones íntimas de Charles, como las descripciones de sus encuentros con familiares y amigos que acuden a visitarlo. Igualmente, se alterna el registro serio y formal con el más desenfadado y popular, el oscuro drama con la picante chispa de la broma y la dura realidad con la plasticidad onírica. Esta colmada miscelánea de tiempos y registros empapa el relato de principio a fin y queda transformado en una narración con entidad propia, una narración con ese tono singular ecléctico al que me he referido.
Además, Iris Murdoch es dueña de una suerte de introspección narrativa retardada que hace de esta novela una narración muy personal, muy de autor. No sé bien cómo explicarlo. Es como si, siguiendo ese estela velada que dan los sueños —las acciones de Charles están impulsadas por la persecución de un único sueño—, las palabras van filtrándonos las obsesiones de los personajes, sus íntimos deseos, hasta tener la sensación de estar participando de esas mismas obsesiones y deseos. Llegados a este punto, soltar la novela se convierte en un gesto heroico.
Apenas he revelado el argumento y la personalidad de Charles. No quiero decir más que lo necesario. Es un hombre que jamás se ha casado porque para él solo ha existido una mujer con la que podría o querría matrimoniar. Esta mujer es Hartley, la misma niña que fue su compañera de juegos infantiles. Instalados ambos en el inexorable territorio de la vejez, se encuentran de nuevo y él se da cuenta de que, por descabellado y caprichoso que pueda parecer, en ese cuerpo envejecido anida el alma femenina a la que sigue amando profundamente. Ella, aparentemente, ha disfrutado de una vida plena, si bien Charles pronto descubre que tiene por marido a un tirano celoso (Benjamin Fitch, o simplemente Ben) que no le profesa ni asomo de cariño y un hijo adoptado (Titus) que ha escapado de casa. Con estas dolorosas bridas y el apetito pasional que un hombre enamorado imprime a todos sus actos, Charles tratará de rescatarla, como hiciera el príncipe con la princesa, y unir para siempre su corazón al de su amada.
De esta lectura me han gustado muchas cosas. Especialmente que todo brota naturalmente. Los acontecimientos deambulan por los capítulos con la cadencia sosegada que da la contemplación del mar. Una cree estar escuchando el rugir envalentonado de las olas cediendo el testigo al tímido arribar de las puntillas blancas a la orilla. Instalada en este sosiego placentero, una va conociendo los pliegues de Charles y reflexiona con él cómo ha sido su vida. El trabajo de Murdoch consiste en ir desgranando su alma. Lo hace con una delicadeza tan sublime, tan poco común, que el descubrimiento convierte la lectura en una auténtica delicia. La vida es puro teatro y los protagonistas de la novela de la irlandesa aparecen y desaparecen de la escena a su antojo. Como en la vida, cualquiera puede salir y entrar del escenario, y si se puede elegir estar solo en la representación, mejor.
El asunto medular es ese ir relatando el retorno nostálgico hacia el amor adolescente, pero la obra es muchas cosas. Constituye todo un homenaje a Shakespeare, al mundo del teatro, y es también una reivindicación de que los seres humanos somos, esencialmente, infatigables buscadores de amor y, dicho sea de paso, que encontramos sustitutos.
Con todo, el deleite de la novela no está, como ocurre siempre que se pisa buena literatura, en lo que pasa, sino en cómo pasa lo que pasa, es decir, en cómo se narra. En ocasiones, he llegado a olvidar la autoría de la irlandesa y se me antojaba que una escritora japonesa la había suplantado. Por la relevancia de lo sensorial, por la presencia de la naturaleza y, sobre todo, por la contención de sentimientos del amor rebosante de Charles.
Por decirlo con apropiada expresión, «El mar, el mar» ha sido todo un placer intelectual. Cómo no va a gustarme Iris Murdoch aquí, si la narración es toda ella una eclosión de amor. Si a eso añadimos que su prosa es enormemente rica, enormemente expresiva, enormemente envolvente, la rendición está servida.
Buenas tardes y buenas lecturas.
¡Tengo que leerlo!
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