Para la recomendación de hoy he escogido un libro embaucador, de esos que se leen de un tirón y se guardan en la biblioteca cual lingote de metal precioso para desafiar el tedio de una tarde por delante. Es breve, o muy breve, y su título es La mujer de Martin Guerre (1941). La narración está basada en un hecho real ocurrido en Francia a finales del siglo XVI y me ha resultado extraordinaria porque, más allá de los sinsabores que el episodio causó en su día y del valor testimonial que encierra, Janet Lewis (1899-1998) sitúa el foco de la historia en un trasunto moral y eso, particularmente, aviva siempre mi curiosidad. Concretamente, ahonda en las funestas consecuencias que trae a la conciencia de una mujer un problema de suplantación de identidad en la que se ve implicado su marido. El relato advierte, también, de las funestas consecuencias que puede tener cerrar los ojos a la aventura del amor y condena —creo que este término expresa bien la intención de la autora— una vida que gobierne nuestra conciencia con el dogal de eso que llamamos moral en su sentido más estricto.
Además de la hondura psicológica del relato —en la que ahora entraré— abundan ricas metáforas, descripciones de la naturaleza llenas de encanto, atentas al detalle y sacando lustre a la belleza pictórica que pueden crear las palabras. A una le gustaría, al acabar el sostén de la historia, que la autora siguiera contándonos cómo es el murmullo del arroyo, la fragancia otoñal de los valles, el tinte de oro y bermejo de los árboles y el blanco encaje de la escarcha que cubre las mañanas.
Vayamos con la vida del famoso Martin Guerre, ese granjero a quien, a los once años hacen casar con una niña de su edad, para unir a dos familias campesinas mal avenidas. El día en que se consumó el lazo del sacramento empezó para la esposa el estado que iba a depararle una dicha infinita, pero sobre todo, un infinito e impredecible sufrimiento. A los tres o cuatro años de la celebración del enlace, el pequeño Martin Guerre desaparece de casa y no regresa más. Su mujer (Bertrand De Rols) sabe pocas cosas de su marido, pero es conocedora de que creció temiendo la severidad de los castigos que le imponía su padre. Así que ella está convencida de que el regreso a casa tendrá lugar el día en que muera su padre. El tiempo pasa —y el feliz, con mayor urgencia—, muere el padre y, lamentablemente para ella, el regreso no tiene lugar.
Ocho años después de la repentina desaparición de Martin Guerre, un desconocido pisa el umbral de su casa diciendo que es Martin Guerre. Bertrand que, al principio, lo recibe con alegría, recela de este recién llegado y lo trata como un impostor. La intuición infalible de esposa fiel le dice que no es su marido. La joven sabe que no está equivocada. Abrir su casa al intruso y dejar que participe en su vida hace que ella, una mujer que ha crecido bajo estrictas bridas morales, quede sumergida en un auténtico martirio interior por no saber atender a los dilemas que le plantea el amor y el deber.
El recién llegado (Arnaud du Tilh) es hombre amable que la trata con especial deferencia. Al principio, ella consiente y engendran un hijo. Reconoce en el impostor a un hombre bueno, se diría que recibe de él mayores cuidados que los que recibió de su marido, pero la culpa continúa abrumándola. Se siente mal a su lado, se siente infiel, atrapada en un pecado sin cura ni redención posible. En definitiva, vive con la cruel paradoja de que aunque ese hombre sea correcto con ella, quiera lo mejor para ella, no puede validar su vida, sino al contrario, destruirla. Su moral la acusa, continuamente.
Incapaz de continuar con el fardo de esta angustia desazonante, lleva a Arnaud du Tilh a los tribunales por impostor, por haber usurpado la identidad de su marido. La sentencia que sobre él recae es la condena al cadalso. La narración da otra vuelta de tuerca cuando esta fatídica condena no consigue mitigar el dolor de Bertrand. Su alma atormentada está por encima de saber que ha enviado al patíbulo a un hombre con el que, si hubiera podido acallar su conciencia, hubiera podido vivir el resto de su vida.
Magnífica obra que merece la pena conocer por esa lección de vida que alumbra a todos. Más sencillo que soltar una arenga sobre la espinosa indumentaria de una moral estricta, y mucho más sencillo que aleccionar sobre los peligros de contener sentimientos de los que no podemos escapar es, a veces, rescatar un episodio de la vida real y glosarlo. Lo difícil es glosarlo dejando el alma tiznada de congoja y el corazón encogido al saber que la mujer de Martin Guerre yace amortajada por el fino envoltorio de la realidad.
Buenas tardes y buenas lecturas.
El único lingote de una biblioteca como la tuya, eres tú como lectora. Cierta cantidad de libros son un reino interior expuesto y secreto al mismo tiempo. Gracias por enseñar a estar atento y a mirar con los ojos del que lee desde el ángulo de la sensibilidad y la exigencia.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Caray, Fer, me abruman tus halagos. La obrita merece bien la pena, sobre todo, si se lee —como dices— con los ojos de la sensibilidad. Un saludo.
Me gustaLe gusta a 1 persona
No era mi intención abrumarte, ni siquiera era un halago (quizá sí fuera demasiado borgiano). Es una forma de darte las gracias por tus reseñas, disfruto mucho leyéndolas y yendo tras los libros después. Otro saludo.
Me gustaMe gusta