Hoy recomiendo «La solitaria pasión de Judith Hearne» de Brian Moore (1921-1999), novela irlandesa considerada por la crítica como una pequeña obra maestra. Dios me libre de litigar con esta afirmación, pues efectivamente, me ha resultado un texto que invoca literatura de altura.
Su grandeza narrativa está en la construcción de los personajes. De perfil poco novelesco por la grisura de sus vidas, Brian Moore sabe extraer de ellos resonancias que los hace profundamente humanos y, en la placenta de la novela, muy interesantes.
La acción trascurre en una casa de alquiler de un deteriorado barrio de Belfast. Allí coinciden la señora de Henry Rice y su hijo Bernard, la señorita Friel, el señor Lenahan, la señorita Hearne, James Patrick Madden y la criada Mary. Todos ellos irán desvelando al lector, a ritmo escalonado y fragmentando tiempos, las heridas de sus vidas. Porque estos huéspedes que, insisto, están dotados de una sutil vulgaridad, son espíritus en estado de marchitación. Esta veta introspectiva, que una va descubriendo a medida que navega por los capítulos, es lo más interesante de la novela. Me refiero a esa disección interior que Brian Moore va tejiendo, con magnífica destreza, de seres anímicamente devastados que permanecen unidos por el bastidor común de la soledad.
Así pues, la perla de «La solitaria pasión de Judith Hearne» es, dentro del cauce argumental de la narración, una escrupulosa exploración del sentimiento de la soledad, que asoma el testuz como esa aflicción secreta que padecen los seres humanos y que convierte la existencia en una fatigosa lucha por robustecer los vínculos (de afecto, de contacto, de comunicación) que nos empastan con el mundo. Construidos con este troquel, los personajes se debaten en una lucha por salir a flote en situaciones límite. Tiene pasajes fabulosos, como los de Judith Earne cuando implora a Dios, pidiéndole fuerzas para escapar de la tentación de beber. Toda una provocación para reflexionar sobre la etiología de la libertad —de la auténtica, de la interior, la que nos hace auténticamente más grandes— y sobre el poder aniquilador de la falta de moralidad que imprimimos a algunos de nuestros actos.
Con una narración labrada en tercera persona y un estilo indirecto, el autor bucea en el alma de los personajes haciendo uso de un ingenioso balanceo de tiempos, en los que los va deconstruyendo y construyendo, con el aliento decadente de quien presagia un destino funesto para sus vidas.
Abandonados a sus vicios, algunos de ellos encontrarán en el alcohol una engañosa tabla de salvación para sus debilidades, para sus fracasos, para sus derrumbes. La erosión emocional continúa. Más pronto que tarde, el lector asiste al descenso en caída libre y al desmoronamiento de vidas que tampoco logran acogerse al poder salvífico de la fe ni a la gruesa talla de la moral.
Comparado con autores como Graham Green o el mismísimo Joyce, recomiendo vivamente la lectura de esta novela. Una lectura turbadora, desasosegante, de esas que nos agitan por dentro y nos hacen ser conscientes de nuestras propias heridas.
Buenos días y buenas lecturas.
Me has sorprendido mucho porque no la conocía, así que la voy a anotar. En la siguiente excursión librera la indagaré, sin duda.
Besos.
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