Para quienes deseen conocer el estilo narrativo de Delphine de Vigan (Boulogne-Billancourt, Francia, 1966) una buena recomendación es acercarse a su primera novela, «Días sin hambre» (publicada en el año 2001 con pseudónimo), en la que cuenta la historia de una joven anoréxica de diecinueve años.
El lector acompañará a la joven Laure en un viaje interior de soledad y lucha por la supervivencia, a través de su recuperación y aprendizaje. Permanece ingresada en un hospital, sondada por la nariz, en una habitación sola. Está débil, cansada, decepcionada. Algunos días, a punto de arrojar la toalla. Lo prioritario es conseguir que vuelva a alimentarse como es debido. Alcanzar un equilibrio entre el plato y la basura. Ha de comer para darse cuenta de que puede vencer la angustia vital que arrastra su cuerpo mermado.
Es difícil definir el aspecto físico de Laure, pero la prosa depurada de la autora nos aproxima a él, diciendo que su cuerpo «es un trozo de papel mascado, gastado, una pepita de vida ojerosa sin edad, con la piel arrugada y los dientes grises. Un alfiler cubierto por una bata de hospital que a los 17 años soñaba con tener las mejillas hundidas para darse un aire de mujer fatal».
La novela impacta por la pureza del lenguaje, por la fuerza expresiva de cada renglón. En realidad, la narración no ofrece casi acción. Lo que se dice pasar no pasa nada, a excepción de horas y días cargados de lamentos y esfuerzos por salir del hoyo. Las experiencias de la protagonista están ordenadas a modo de diario y el lector entrará en ellas de un modo perturbador, sabiendo que está frente a un testimonio autobiográfico.
Se encuentra en la frontera de un abismo sin dimensiones, en la helada oscuridad de no ver mundo a que agarrarse. Delphine de Vigan consigue, con implacable sobriedad, que nos encontremos en la misma habitación que Laure, en esa fría estancia donde siempre es de noche. Que participemos de lo durísimo que es vivir atrapada en el propio cuerpo, un cuerpo que la engaña y la domina.
Durante estas páginas, acompañamos a la joven en ese viaje interior hacia ella misma, cuando se levanta y deambula por los pasillos o cuando sale a fumar un cigarrillo, cuando se tapa la cara con la sábana y no quiere saber nada del mundo, cuando todo le parece un asco, el hospital, la manduca y la vida. El paso de los días, cómplices de su recuperación, asistimos a cómo se difumina su miedo y participamos también de la emoción que ella siente con cada gramo que gana, de su despertar a la vida y al amor.
Buenos tardes y buenas lecturas.


