«Stoner» de John Williams

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     Cuando alguien me pregunta qué busco en la narrativa siempre contesto lo mismo: «la prosa más sencilla, la más bella y la más armoniosa». Si a esta receta añadimos unos gramos de lirismo ya tenemos lo que John Williams consigue con «Stoner». Un libro de lectura fácil, sin alambiques, pero que conduce a la virtud.

     El argumento es la vida del niño William Stoner, cuyos humildes padres envían a la universidad para que curse ingeniería agrícola y pueda, con lo aprendido, ayudar en la granja familiar. Inmerso en sus libros, el pequeño pronto toma conciencia de todo lo que no sabe, de lo que no ha leído y la serenidad con la que trabaja hasta entonces se hace trizas cuando se da cuenta del poco tiempo que tiene en la vida para leer tantas cosas, para aprender todo lo que tenía que saber.

     Entra en la universidad («esa cabaña creada para que podamos refugiarnos de la tormenta») y la literatura, como un amor vacilante que jamás se había manifestado, le secuestra la vida. Él es un hombre corriente, que da clases en la universidad, se casa, tiene una hija y hasta una amante. Su mujer, de conducta histérica y trato imposible, le acarrea continuas preocupaciones, pero él, bendecido por el hisopo de la paciencia más infinita, lidiará todas ellas de la forma menos tormentosa.

     La grandeza del texto no está pues, ni en el argumento (cualquier persona podría identificarse con el protagonista) ni en la forma, sino más bien en ese equilibrio natural que se da entre forma y fondo y viste de armonía lo que se va leyendo. La prosa arrastra —no sabría bien cómo decirlo— una intimidad convaleciente. Un mirarse dentro y contar lo que le pasa. De modo que para un lector que busque acción puede parecer que, a medida que transcurren las páginas, va perdiendo fuelle. Pero muy al contrario, crece el héroe, pues ese modo de actuar íntegro y honesto del personaje, sin acrobacias heroicas, es como un hilo invisible que nos aproxima hacia él y hace que nos sintamos cómplices de su conducta.

     Pero insisto, no hay bullicio. Ni de personajes ni de acción. La lectura es un susurro acompasado de voces, que va a ir dejando una dulce estela con tintes líricos en cada pasaje, en cada suceso vivido.

     He descubierto en John Williams a un gran escritor. Un escritor convocado por lo cotidiano que enaltece lo cotidiano. Es, además, un autor yo diría que pudoroso —y eso lo hace más grande—, porque encuentra el tono exacto para contarnos, sin estridencias estilísticas, los afanes y desvelos de un hombre anodino, que lleva una vida normal (y triste, por qué no decirlo) pero que va dejando, en cada gesto suyo, una pequeña fuga de esa luz interior que le guía y con la que sabe muy bien seducir al lector.

     En definitiva, es un escritor que dibuja su vida con una temperatura cordial, con esa letra cómoda que acoge bien lo vivido y con la que se escribe mejor lo bello. La naturalidad y la precisión se congregan en estas páginas engarzadas por una misma fisonomía narrativa. Todo un ejercicio intelectual de estoicismo y pureza.

     Buenas tardes y buenas lecturas.

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