Hay libros que sólo pueden escribirse en un estado de lucidez distorsionado, como este breve ensayo de carácter testimonial. Pablo d’Ors traza una radiografía íntima, velada y cierta de la experiencia de la meditación. Íntima porque le brota en soledad, velada porque exige del lector un esfuerzo de atención, que le descubra —en expresión zen— esa «puerta sin puerta» que le permita salir de sí, y cierta porque está elaborada desde la experiencia vivida.
La urdimbre del texto son puntos de sutura sobre nuestras costuras más íntimas. Palabras sencillas que nos citan, nos guiñan en gesto cómplice, nos enganchan y nos (es)tiran desde dentro. Ya digo, como puntos de sutura que, al cicatrizar, unirán dos orillas que no soportan vivir distanciadas.
Con la paciencia del labriego que al finalizar su trabajo le ha sobrado tiempo para hablar, el autor nos habla quitándose el reloj. No persigue decirnos grandes cosas, sino aproximarnos a esas cosas pequeñas que son grandes. Y lo hace en un tono confidencial, casi confesional. Nos hace partícipes de una aventura que consiste en analizarse, soltando toda amarra que estorbe el puente afectivo de la amistad. Una amistad que él tatúa entre su yo y el yo del lector. Una no puede menos que reclinar la cabeza.
Su lectura provoca una ligazón de afectos y sobre todo, de efectos:
«Vivir bien supone estar siempre en contacto con uno mismo, algo que solo fatiga cuando se piensa intelectualmente y algo que, por contrapartida, descansa y hasta renueva cuando en efecto se lleva a cabo».
Hilvanando su testamento, el texto ofrece magnífico tapiz de párrafos memorables. Reflexiones sin muchos circunloquios, sin andamiajes ni adornos. Como reclamo de lo poco y simple que, en realidad, somos.
Hay páginas en las que me instalaría, como cuando habla del dolor:
«El dolor es nuestro principal maestro. La lección de la realidad -que es la única digna de ser escuchada- no la aprendemos sin dolor. La meditación no tiene para mí nada que ver con un hipotético estado de placidez, como hay tantos que la entienden. Más bien se trata de un dejarse trabajar por el dolor, de un lidiar pacíficamente con él. La meditación es, por ello, el arte de la rendición».
La pluma de Pablo d’Ors está envuelta de una sublime humildad, una humildad desproporcionada. Una humildad preñada de trazos reflexivos que, en destilación acompasada, nos detienen para comenzar a tirar de nosotros con la fuerza de un ciclón. Nos secuestra, nos atrapa y nos arrastra páginas y páginas… sumando sus efectos, dejando hondura de huella.
No es un libro religioso. Es un libro que habla sobre el hombre en su esencia más íntima. Habla de inquietudes humanas. De sus preocupaciones más nobles: de las que lo son y de las que debieran serlo. De angustias humanas. Llega a nuestras pupilas con la exquisitez del mejor manjar, con la frescura de una sonrisa infantil al descubrir un dulce que bien quisiéramos para nosotros. Incita a participar de tan suculento bocado. Invita a llevar a cabo la meditación.
No sé lo que tiene que al leerlo una se siente protegida. Como el polluelo recién salido del cascarón busca el cálido abrigo de la madre, una busca el libro porque se siente…psíquicamente arropada. En su elemento. Algo así.
Como explorador de un mar pelágico que encuentra rincones insospechados, su generosidad al narrarnos lo que descubre en su fauna interior, humaniza su prosa. Una humanidad que abastece de leña nuestro tejido más fino, el más recóndito. Ése que de verdad tiene necesidad de madera para calentarnos, inmersos como estamos, en la corriente helada de nuestra vida. Ésa que buscamos cuando nos sentimos heridos de muerte.
Y no sé bien si gracias a todo esto o a pesar de todo esto, con el libro entre manos una tiene la sensación de estar conversando con el autor. Ése es, para mí, su lado más seductor. Ha conseguido un diálogo saboreado por ambas partes. Una suerte de actitud hospitalaria con el lector, descansando su mano extendida sobre nuestra frente, en gesto hermoso de amigo que nunca falla.
Por ello, por esa admiración desmedida por lo dicho y sobre todo, por lo leído, una cae rendida, y el autor, sublimizado. Lo reconozco. Porque nos habla de meditación pero sin misticismos iluminados. De una forma cómoda. Cierto es que Pablo d’Ors (Madrid, 1963) es sacerdote católico y, por expresa designación del Papa Francisco, consejero cultural del Vaticano. Con todo, insisto, el texto no es religioso. Y sí, el autor forma parte de un grupo de meditación —Amigos del Desierto— y su maestro, Elmar Salmann es un monje benedictino. Pero sobre todo, ese monje es un auténtico sabio. Un hombre que le ayuda a erradicar el ego, a reírse de todo, fundamentalmente, de sí mismo.
Insisto, no es un texto religioso. Nos habla de la meditación como un espectro sin fronteras, como una montaña infinita, casi desorillada… y él se asoma a sus faldas en un ejercicio vital de introspección esencial para su crecimiento personal.
Pablo d’Ors se erige, sin él saberlo, en un amigo bueno que nos concita a dar la vuelta a ese dedo acusador que apunta a los demás y les culpa de nuestros fracasos. Le da la vuelta hasta que nos apunta a nosotros, diciéndonos cosas que nuestra conciencia más honda sabe. Por eso el texto, como la experiencia del silencio, tiene una primerísima fase de encantamiento. Poco a poco, entra de lleno en esa molesta película interior hecha con el fotograma de cada momento vivido. Es un libro que habla de meditación, pero no es un libro de meditación. Es un libro de vida. De savia esencial. De limpieza interior. Pablo d’Ors nos invita a un lugar que, una vez visitado, ya no se quiere abandonar. El lugar donde a una le gustaría morar.
Buenos días y buenas lecturas.
Jo, pues no lo he leído… No sé ni si lo conocía.
Me lo anoto y ya veremos!! Que ahora mismo tengo mucho para leer, además.
Besitossss
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Es fantástico, Esther. Hazle un hueco cuando puedas, si quieres. Un saludo.
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