Hay libros sobre el recuerdo y libros para el recuerdo. El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince es tanto lo uno como lo otro. Texto conmovedor y formidable, de ésos que provocan una lúcida convulsión en nuestra alma y le hace anidar allí para siempre, pues en ese lugar parece haber encontrado su mejor cobijo.
Si tuviera que decir de modo metafórico de qué trata, diría que es una hagiografía escrita por un niño. Y no diría mal habida cuenta de que el padre es, a los ojos puros del niño, un santo, y el contador de la vida de ese santo es el niño, el hijo.
Dejando a un lado metáforas y santos, recomiendo este libro por ser un bellísimo testimonio (en fondo y forma) del amor filial. Y también, por supuesto, porque está bien escrito, muy bien escrito, si bien en esto de las letras no existen lindes muy definidos para lo que es bueno o malo. Todo es según y, sobre todo, cómo. Los buenos escritores no están hechos de otro material más que el de las palabras, las que escogen para contarnos una historia. La cuestión es siempre cómo nos la cuentan. Y ésta, que es una historia real, acunada en manos de un autor creativo, recibe un trato exquisito. Desde la primera página se adivina un dominio excelente del lenguaje, a través de una expresión formal muy rica que, sin abandonar la sencillez, permite atravesar ese linde algo turbio de lo bueno. Vargas Llosa llegó a decir de esta novela que podría considerarse una soberbia ficción, por la manera como está escrita y construida. Con eso lo digo todo.
Héctor Abad Faciolince es escritor inteligente y se nota. Construye un relato capaz de emocionarnos sin sentir más dolor que el estrictamente necesario para tener bien cerca la pulsión de los acontecimientos. De eso se trata. De que le oigamos. De que resuene en nuestros oídos esa experiencia suya, tan íntima, dulce y gratificante como fue el amor que recibió de su padre. No busca otra cosa. Conservar muy viva su memoria y contagiarnos de ella. Por eso escribe este libro. Y ha querido hacerlo de una forma optimista, como él lo vivió. Entristecer al lector con más crudeza es empañar su propósito. Por eso jamás se recrea en la angustia, ni siquiera cuando tiene delante la muerte. Ese niño que pierde a su padre (vilmente asesinado) —y más tarde, a su hermana (de un cáncer)—, no va llorando por las esquinas qué desgraciado soy. Al contrario, alimenta su imaginación con el caleidoscopio del bello idilio que sostuvo con su padre y nos acerca a los hechos con la voz de un recuerdo generosamente empapado de ternura.
Tuvo una vida dura, sí, pero de una gran talla humana. Dura y humana en la que cabe el infierno político que asedió a una ciudad (Medellín) y el alma de aquellos que, como su familia, vivieron en ella, sufrieron en ella y, algunos, perdieron su vida en ella. Y repito: gracias a la agudísima forma de construcción del lenguaje, no resulta lacrimógena ni trágica en ningún momento. Es la suya una prosa vibrante, nostálgica, desoladora y amarga, pero también plena de elevados sentimientos de fraternidad, perdón, lucha y amor. Hay páginas volcadas de emotividad que son un auténtico canto a la vida como camino de plenitud y episodios bañados de piedad que nos redimen. Alegría y tristeza, vida y muerte, ángeles y demonios. La vida misma. Nadie está a salvo de que su dicha se tiña, de repente, de dolor:
«Nuestra felicidad está siempre en un equilibrio peligroso, inestable, a punto de resbalar por un precipicio de desolación» (pág. 147)
Atinadísima reflexión del lugar donde reposa la felicidad en su lado más frágil, sí, pero como magisterio para cerrar la reseña me quedo con esta otra, más repleta de infancia, que ha dejado escrita en estas páginas el entrañable y ya querido escritor colombiano:
«El mejor método de educación es la felicidad» (pág. 30).
Buenos días y buenas lecturas.