«La juguetería errante» de Edmund Crispin

jug     La recomendación de hoy es un libro divertidísimo que esconde un asunto de misterio muy bien contado y acaba de ser magníficamente editado por Impedimenta: La juguetería errante (1946) de Edmund Crispin, uno de los últimos maestros de la novela detectivesca inglesa.

     Libro escrito para quienes vayan detrás de una historia bien urdida, amena y que además, regale alguna carcajada. La trama se ajusta al esquema tradicional de «cuarto cerrado» propio de toda historia whodunit y aunque es un relato ligado al género policíaco, a mí más que una novela policíaca se me antoja una excelente comedia en la que aparecen detectives, sospechosos, pistas y —claro— un cadáver y por tanto, un caso que resolver. El cadáver, e incluso la resolución del caso, no es lo que más tira de la novela. Lo que más atrapa es la comicidad que impregna todo el texto y que se consigue a través de la tipología de unos personajes que recuerdan a los mismísimos hermanos Marx.

     El lector asiste a diálogos absurdos y a situaciones ridículas en las que siempre cabe uno más que quiera sumarse al destarifo. Estoy pensando en una persecución —que viene hacia el final del libro—, que trae a mi memoria la famosísima escena del camarote de Una noche en la ópera. En definitiva, es un humor absurdo que tiene muchas vetas de ese humor inteligente y limpio con el que tanto nos deleitaron los siempre geniales Groucho, Harpo y Chico. Al disparate surrealista se le añade la flema británica que da carta blanca al autor para meterse con todo y con todos sin perder la compostura, como si uno asistiera a los hechos desde el salón de té de su casa.

     Está ambientada en los años 30 en Oxford y recrea el ambiente universitario de la época con una estela de añoranza y una atmósfera de erudición. La acción surge tras la llegada del poeta Richard Cadogan a Oxford, ciudad a la que acude en busca de inspiración porque está atravesando una de esas sequías creativas en las que a uno no se le ocurre nada y necesita un cambio de aires («estoy viviendo de mi exiguo capital espiritual» —pág. 18—).

     Con la ciudad ya anochecida, al pasear por una de sus calles tropieza con una juguetería que tiene la puerta abierta. Llevado por la curiosidad y por el enigma novelesco que preludia atravesar esa puerta decide entrar. Allí encuentra el cadáver de una mujer (Emilia Tardy) quien a su muerte deja su fortuna en un testamento que incluye unas cláusulas muy peculiares. Mientras examina el cuerpo sin vida tendido en el suelo un desconocido le da un golpe en la nuca y Cadogan queda inconsciente unas horas. Una vez recuperado va a la comisaría a denunciar lo ocurrido y acompañado por un agente vuelve a la juguetería fatídica. La sorpresa es que al llegar a la juguetería ésta ha desaparecido —y con ella el cadáver, claro— y en ese lugar hay una tienda de ultramarinos.

     Como la policía no acaba de creerse lo que el poeta relata, éste acude en busca de un buen amigo para que le ayude a resolver el caso. Ese buen amigo es Gervase Fen, un detective aficionado que trabaja en la universidad como profesor de literatura. Un tipo de lo más estrafalario cuya acción bascula entre el rigor académico y el despropósito. Alterna la docencia universitaria con la resolución de casos y sus melonadas hacen que el lector tenga una lectura de lo más divertida. Los tipos chiflados siempre aseguran lecturas entretenidas.

     Dado que los dos protagonistas centrales tienen un perfil literario (uno es poeta y otro profesor de literatura), el autor saca lustre a su creatividad sirviéndose de destarifos que tienen que ver con el mundillo literario. Encontramos ejemplos casi abriendo el libro al azar. En la página 45 leemos: «el estudiante era alto, huesudo y melancólico, como los perros de James Thurber». Sobra aclarar la excelente parodia de Edmund Crispin a los sabuesos de triste mirada del dibujante americano.

     Los autores más citados son William Shakespeare, James Groves Thurber, Jane Austen, Lewis Carroll y D. H. Lawrence. Resulta muy jocoso un episodio temprano en el que se recrea a un camionero ilustre, conocedor de la obra de Lawrence y lector devoto de Hijos y amantes. También es muy gracioso el capítulo en el que Cadogan y Fen se mofan todo lo que quieren de un tipo que adora a Jane Austen (el capítulo se titula «El episodio del janeausteniano indignado»).

     Voy a rescatar dos pasajes desternillantes que tienen lugar cuando Cadogan y Fen se entretienen con unos juegos literarios que consisten en ridiculizan a los escritores. En el primero de ellos (pág. 87), el poeta y el detective se están tomando un whisky tranquilamente —¿hay algún momento en el que no tengan un vaso de alcohol en la mano?— y se retan a pensar durante cinco segundos en un personaje de ficción que les resulte detestable. Pronto empiezan el rescate de Beatrice y Benedick de Shakespeare en Mucho ruido y pocas nueces, «casi todos los personajes de Dostoievski» o «esas vulgares zorrillas cazamaridos de Orgullo y prejuicio», etc.

      Un poco más adelante, Cadogan y Fen (págs. 128-130) quedan atrapados en un armario y como no saben qué hacer para no aburrirse mientras los rescatan, se ponen a jugar a «los Libros Infumables», que consiste en ir diciendo títulos de libros cuya lectura resulta soporífera. Uno de ellos empieza citando «el Ulises», a lo que el otro responde con «todo Rabelais» y así todo el rato. Es tronchante porque los protagonistas mencionan a los autores como si fuesen amigos suyos o personas a quienes pueden ridiculizar porque conocen sus vidas. Orillando el final (pág. 311) Cadogan y Fen se proponen jugar a «los versos más espantosos de Shakespeare» pero la acción se precipita y lamentablemente no permite que lleguen a iniciar el juego.

     El autor se sirve de este recurso con extraordinaria habilidad para caricaturizar a los personajes, pero aquí no acaba todo. Además de juegos, las páginas están sembradas de infinitas referencias literarias. Por la novela desfilan escritores laureados y autores desconocidos de todos los géneros (poetas, dibujantes, novelistas, dramaturgos, historiadores, cronistas, etc.). Otros personajes, tal vez menos famosos, también sacan la patita como el «recolector de sanguijuelas», que aparece en una obra de William Wordsworth (pág. 89). Aquí he de aplaudir la excelente labor del traductor José C. Vales, quien aclara en pie de página con mucho detalle a qué personaje, autor u obra se refiere Crispin en cada guiño.

     Edmund Crispin tiene una prosa muy cuidada. Escoge adjetivos que vienen como un guante para caracterizar situaciones y personajes. Así, habla de la conducta «sabuesil» de un estudiante con una chica (pág. 82), dice de las doce de la noche que es una hora «brujeril» (pág.84), o califica a un tipo diciendo de él lo siguiente: «el hombre conejil se acercó» (pág. 89). A una se le escapa la carcajada por lo atinada que resulta la elección del adjetivo más sustancial en cada caso. Los personajes también participan del humor. Véase el diálogo de la página 60:

       —Eeeh…¿me puede repetir el nombre?

     —Señorita Tardy, señor. Emilia Tardy. «Más vale Tardy que nunca», solemos decirle. Por lo del apellido, ya sabe.

     Como todo buen libro de intriga, La juguetería errante guarda misterio incluso en su autor. Edmund Crispin es el seudónimo bajo el que se esconde un auténtico snob inglés, Bruce Montgomery, formado en Oxford (cómo no), que presumía de que lo que más le gustaba en el mundo era «nadar, fumar, observar a los gatos, leer a Shakespeare y escuchar ópera». Tal vez, además de a los gatos le gustaba observar al hombre y parece que conocía bien sus entretelas ya que, sin perder las formas, dejó agudo testimonio de que el hombre es un animal bastante estúpido.

     Buenas tardes y buenas lecturas.

crispin

 

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