Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío, León, 1953) ha titulado Salón de pasos perdidos a una novela en marcha en la que, en sucesivas entregas, va dejando testimonio escrito de lugares y experiencias en las que, como escritor, le gustaría quedarse. Miseria y compañía constituye la decimoctava entrega de esta novela en marcha escrita como diario.
El título del volumen que hoy recomiendo (Miseria y compañía) está tomado de un dicho popular. La expresión da a entender de modo irónico y humorístico la poquedad del negocio o asunto al que hace referencia. Que «miseria» y «misericordia» se sienten, además, juntas en la misma etimología dice mucho del corazón humano.
El Trapiello de estos diarios es un personaje al que le gusta hablar de sí mismo más desde la misericordia que desde la miseria aunque, cómo no decirlo, también sus desgracias están anotadas en estas páginas: «Lo mío no es un diario propiamente, sino que está concebido como una novela, porque sale cinco, seis, o diez años después de lo que se cuenta…». Éstos son los libros que más me importan, los que no sabes bien qué son porque no sabes decidir si son una extensión de la vida o si son vida ellos mismos.
Escribe con naturalidad y en compañía de su mujer y sus hijos a quienes oculta el nombre (sus lectores sabemos que su mujer es M. y sus hijos son R. y G.). Él sostiene que mucha gente le reprocha tanta X. Y es que Trapiello ha sido un lector muy asiduo de los diarios de Stendhal y, claro, en ellos encontraba el escollo de nombres propios de gentes de quienes no sabía nada, así que optó por las X: «Si esto que escribo se leyera dentro de cincuenta años y estuvieran los nombres propios nadie se enteraría de quiénes son, así que para qué». Lo cierto es que cada X representa un comportamiento o un tipo de conducta moral. El nombre real es secundario, solo lo pone si es significativo.
Parece que a nuestro autor le gusta ese reportar lo que hace día a día. Por eso, estos diarios (o lo que quiera que sea) que escribe desde hace ya 30 años son el legado que quiere dejarnos. En ellos anota frases, recuerdos y, sobre todo, vivencias. Sus paseos por el Rastro madrileño, el carácter de los pueblos que visita, las gentes que conoce o su ambición desmesurada por el descubrimiento de nuevos paisajes intelectuales, son algunos de sus temas más recurrentes. Después de tantas entregas, una cree conocer ya casi a Trapiello y disfruta mucho de sostener esta conversación relajada con uno de sus autores vivos preferidos. Su prosa sencilla hace que nos llegue lo que cuenta como si estuviéramos hablando con un amigo. Una va sabiendo qué cosas le gustan y hacia quiénes siente cierta inquina, y se atreve a adivinar no tanto qué va a contarnos pero sí qué efectos va a tener sobre él aquello que nos está contando.
Es conocido por sus lectores que el leonés mantiene una relación de amor apasionado con el Rastro de Madrid, este mercadillo bohemio y trasnochado, y en estas páginas da buena cuenta de que ambos se dejan hipnotizar el uno por el otro hasta el punto de que el Rastro no sería lo mismo sin Andrés Trapiello ni Andrés Trapiello sin el Rastro.
“El Rastro te pone en contacto con la vida de una manera peculiar, porque te pone en contacto con cosas que en principio habían terminado su ciclo vital y cuando tú las recuperas, les devuelves la vida”.
No hay domingo que nuestro autor cancele su paseo por el Rastro si se encuentra en la capital. Al amanecer, cuando la ciudad deja atrás sus horas bajas y se abre a la luz, ojea con afán explorador los libros de viejo y curiosea entre los objetos expuestos por la calle, esperando que alguno le cuente algo interesante o misterioso, acaso un secreto, que rescatará para su diario.
Trapiello es un intelectual disfrazado de paisano. Leer estas páginas es una experiencia similar a la de descorrer una cortina de intimidad que viste una fachada tras la que se esconde un hombre que vive en la corrección más pura. Al descorrerla, nos está invitando a entrar en sus galerías más íntimas. Y es que en este dietario hay un mundo. Un mundo no sé si perdido, pero sí vivido y recobrado porque escribir es la forma más bella de recuperar nuestra vida. Trapiello no pierde ese aroma proustiano que le caracteriza desde que lo conozco —sobra la aclaración, pero lo conozco como lectora, que ya es un lujo— y éste es uno de los aspectos que más me seduce de su escritura.
Otro de los placeres que anida en estas páginas viene cuando se nos pone a hablar de libros. Disfruto comprobando hasta qué punto sus gustos coinciden con los míos, si ha dejado a medias una novela que yo desprecié o si está atrapado en la misma telaraña que a mí me roba el sueño. En definitiva, me gusta que me cuente lo que lee, lo que hace y saber cómo piensa. Me interesa la obra de este autor que dice ser un hombre gris con una vida anodina. Qué le voy a hacer. Él cree que su vida es tan poco interesante que no escribe nunca de sí mismo sino de los demás. No estoy muy de acuerdo con esto, pero ahí lo dejo. El año del que trata este volumen es el 2004 , que fue el del ataque terrorista del 11 de marzo. Trapiello recoge bien las emociones colectivas, pero claro, a mí me interesa más su reflexión íntima que la disección aséptica de los hechos.
Poco a poco —ya digo— una le va cogiendo el pulso a Trapiello y llega un momento en que necesita el libro como ese aire fresco que ventea otras lecturas, que espera con fruición el momento de abrirlo y continuar la charla. A veces, me he sorprendido a mí misma enfrascada en la lectura, no queriendo interrumpirla por nada (como si hacerlo fuera cometer un sacrilegio) y con el paso de los días me he dado cuenta de que aquello que me secuestró no era (casi) nada. Ahí está la magia. Tal vez sea porque una es más de escuchar que de hablar, pero el caso es que interrumpir esta lectura se me antoja como si alguien me diera un empujón apartándome del deleite de estar escuchando a un amigo ilustrado.
Me gusta dejarme hipnotizar por el tono lírico de su palabra. Es un poeta y uno es poeta siempre. No se puede aparcar esa faceta (ese modo de ver la realidad que es la poesía) cuando a uno le viene en gana. Tal vez nos engaña, o intenta hacerlo, pero una sabe algo de esos disfraces. Admiro ese afán menudo con que Trapiello nos está dejando recogida su vida. Me tiznan sus expresiones de un tono oscuro cuando habla de episodios graves o lastimosos. Y seguramente a él, al escritor que habla mejor en el recuerdo, con la bruma de la memoria, también se le tiñe el alma con los tonos sombríos de su biografía. Es un ser humano.
Hay miles de frases con carga poética que evidencian una inmensa falta de tretas para engañar a sus lectores:
“Vimos amanecer desde el avión, una de las cosas más sosas que haya, porque el sol nace sin ningún misterio. Parece que alguien le dijera al sol, el siguiente, y el sol entra en el día como se puede entrar en la consulta de un médico” (pág. 102).
Trapiello es de las pocos escritores que se atreve a decir lo que piensa y le seguimos tratando bien a pesar de ello. Quizá porque lo hace siempre con llaneza. No salgo de mi asombro cuando habla del mismísimo Rey —de don Juan Carlos I— sin complejos, como si de un hombre común se tratara:
“Jamás le hemos visto con un libro en la mano, ni hemos sabido que haya ido por su cuenta a ver tal o cual museo, ni citar una sola película buena ni un verso de nadie. Todo el día con las motos, con los barcos, con la caza, con el fútbol, como cualquier contratista de obras” (pág. 230).
En una entrevista, el autor confesaba:
“El problema no es decir las cosas que uno piensa. El problema de decir lo que se piensa si uno es escritor es que eso compromete más al escritor no por las cosas que dice sino por las cosas que piensa. Si quieres decir realmente lo que piensas el problema está en el pensar, no en el decir. De modo que hay que pensar mucho mejor”.
Así como Cervantes afirmaba que “el problema no está nunca en el decir, sino en el sentir”, Trapiello cree que el problema está en el pensar o, al menos, siguiendo la estela cervantina, «en encontrar un equilibrio entre el sentimiento y el pensamiento». Con muy buen juicio también sostenía Cervantes que “quien sabe sentir sabe decir”. Trapiello trata de seguir a pies juntillas estas palabras, lo vemos en toda su literatura.
Andrés Trapiello es hoy por hoy, la vida literaria. Es vida literaria. Es poeta, ensayista, novelista y un editor primoroso, que conoce bien el oficio. Lleva desde el año 88 escribiendo estos diarios y así como Proust pretendía con sus escritos rescatar la memoria para dar un sentido al presente, Trapiello pretende rescatar el presente para dar cuerpo a ese fluido que se nos escapa y que es la experiencia de la vida.
Otro de los escritores de quien más devoto es nuestro autor es Juan Ramón Jiménez, quien pronunció aquello de que “quien escribe como se habla llegará en lo porvenir más lejos que quien escribe como se escribe”. Excelente máxima que nos exige una definición de lo que llamamos naturalidad en la escritura. Para Trapiello, el secreto está en la proximidad, en la cercanía. En saber decir las cosas más elementales de la forma más elemental. Hay que eliminar la retórica y como sostenía Stendhal al caballo hay que llamarlo caballo y alejarnos de otras voces retóricas como corcel. Ésta es una buena regla.
Andrés Trapiello es un escritor de la generación del 98 en pleno siglo XXI. Yo lo emparento con Azorín, porque cuando nos cuenta esa bibliofilia que siente hacia la letra impresa me recuerda a ese Azorín que vivía en París su pasión atormentada por encontrar un libro, ese Azorín que mientras las gentes se guarecían de las bombas para salvar sus vidas se guarecía en los libros para salvarse a sí mismo.
Finalmente, Unamuno (otro de sus maestros) dejó escrito en Cómo se escribe una novela que “lo importante de una novela no es saber escribirlas sino saber vivirlas”. Y esto tiene que ver también con la máxima de Cervantes de que nadie enseña a nadie a escribir, testigo que también recogió y repitió en multitud de ocasiones mi querido Umbral.
Yo creo que lo que es muy importante es saber mirar. Los libros nos enseñan a saber mirar la realidad. Un autor me interesa porque aquello sobre lo que ese autor deposita su mirada a mí me interesa. Me fijo en qué cosas rescata de la realidad y por qué unas cosas sí y otras no. Y si de ese cotejo de lo que rescata el escritor con lo que rescato yo resulta un saldo positivo, ese escritor me interesa. Por eso me embriaga Trapiello, porque rescata de la vida las mismas cosas que yo rescataría. De modo que él y yo nos entendemos. No está muy lejos del idilio que sostienen los amantes. A ellos, como al escritor, les une una misma forma de mirar la realidad. Y también a ellos, y muchas veces al escritor, se les escapa el tiempo entre los dedos como me está sucediendo hoy a mí con esta recomendación.
Buenas tardes y buenas lecturas.