Apenas han transcurrido unos pocos días desde mi bautizo con Juan Gómez-Jurado y, sin haber agotado mi periodo de convalecencia para recuperar el tono por lo leído en Cicatriz, he querido volver a sumergirme en sus gélidas aguas.
Desde que me hice con El paciente me he encontrado como esos pingüinos que, al borde de una cornisa helada confían en que otro salte al agua primero para ver si hay tiburones, y dudaba si leerla o no. Se publicó antes que Cicatriz y ahí estaba, esperando su turno en mi biblioteca.
El otro día —aún exhausta y convaleciente, ya digo— la rescaté de su guarida y paseé mis ojos por el primer capítulo queriendo aliviar mi vigilia. La exigua luz de mi habitación no frenó la embestida y me desplomé en sus aguas. Casi me da un infarto por congelación. Es igual de absorbente. O más. Así que hoy traigo la reseña porque es una historia para leer a muerte y, para mi condena, retando a su título: de un modo impaciente. En el fondo, qué buen libro no invoca para sí a un lector impaciente.
Tras cerrar la solapa de esta segunda novela una está casi convencida de que el madrileño pertenece a esa estirpe de escritores que viven volcados en cuerpo y alma en la historia que está gestando hasta que nace del todo. Pequeños detalles abonan mi sospecha de que entre el «se me acaba de ocurrir» y el «lo escribo» apenas media un segundo. Cómo puede, si no, celebrar un matrimonio tan bien avenido entre una escritura cómoda y ágil, y la más exigente concepción de un thriller bien contado.
Los hechos están narrados en primera persona desde la celda en la que un hombre (el cirujano Evans) escribe su diario mientras cumple condena. El asunto hasta llegar al corredor de la muerte se aborda a través del siguiente argumento:
Una niña de siete años, Julia, desaparece de casa mientras estaba pasando la mañana con la joven serbia que la cuida. La pequeña es huérfana de madre y se alimenta del cariño que le prodiga su padre, el prestigioso neurocirujano David Evans. Como es lógico, al conocer el suceso, el padre pone el ojo en la niñera como culpable de la desaparición de su hija, pero sus sospechas caen como hojas secas en otoño cuando la serbia aparece muerta sin rastro de Julia.
El tipo que ha secuestrado a la niña es White, el peor psicópata con el que nos podemos encontrar. La tiene metida en un zulo subterráneo, un lugar sin ventilación en el que, de vez en cuando, acciona una portezuela y deja escapar una rata. Por su rescate no pide dinero, sino otra vida humana. A cambio de recuperar a su hija, White exige al doctor Evans que el próximo paciente que tenga que operar no salga con vida.
Con estas virutas inmisericordes, este autor que me tiene robado el sueño construye el catafalco de un dilema moral irresoluble y lo hace descansar en la mesa de operaciones de un cirujano. Lo deja servido a alguien cuyas manos están hechas para salvar vidas. Juan Gómez-Jurado infiltra un veneno letal en la conciencia de un hombre noble, un ciudadano normal. Como si de un tatuaje subcutáneo se tratara, a medida que una va devorando páginas, el veneno va escampando entre la tinta negra de las palabras. El sentimiento de culpa, eje sobre el que se orienta la conciencia de Evans, queda como brújula sin imán, a expensas del rumbo que se derive de un acto asesino. El cirujano deberá elegir entre el peor de los males y —como dijo el poeta— en su vida se ha visto en tal aprieto, pues tome la decisión que tome sus manos van a dejar escapar una vida.
A cuenta de eliminar un poco de holgura en la angustia cerrada con la que queda atado el lector, Gómez-Jurado da un giro de tuerca cuando revela la identidad del paciente. No es un ciudadano cualquiera, sino que se trata el mismísimo Presidente de los Estados Unidos, el hombre más poderoso del mundo, a quien acaban de diagnosticar un tumor cerebral que crece con virulencia implacable. El lector está ya sin resuello y esto no hecho más que empezar.
El plazo acordado para realizar la operación al Paciente —a partir de ahora le doy la mayúscula— es de 63 horas. Agotado el plazo, el doctor Evans ha de tomar la fatídica decisión: a quién salvar o a quién matar.
El psicópata posee un control absoluto sobre los movimientos del cirujano. Ha plantado micrófonos y otros dispositivos de vigilancia en su casa. Sabe cada paso que da con solo echar un vistazo a su iPad. Al cirujano le parece que cada sombra que ve en su propia casa es del enemigo.
Además del perfil psicótico de White y del de trabajador infatigable que es Evans, Gómez-Jurado dibuja otros personajes. Un pandillero (Jamaal Carter) herido en una reyerta acude al hospital y Evans consigue extraerle una bala de su columna que le hubiese dejado paralítico. Entre el médico y el paciente se tiende un puente amistoso del que se servirá el primero cuando, avanzada la novela, acuda al segundo para que le proporcione un arma.
Otro personaje clave es Kate, cuñada de Evans y quien se ofrece para ayudarle en el secuestro de Julia. Trabaja como agente en los Servicios Secretos del Presidente y siempre ha estado enamorada de Evans. Ella también ha de hacer frente a un dilema moral: ayudar a su cuñado (y dejar morir al Presidente) o cumplir con su trabajo (y dejar morir a su sobrina). Ha de elegir entre el querer y el deber.
Antes de continuar, he de decir algo del nombre que Gómez-Jurado ha escogido para el protagonista psicótico. White es voz inglesa que significa blanco, pero blanco no es solo el color de la nieve, de la leche o del sol —el sol es blanco, aunque a nuestros ojos sea amarillo—, blanco es también el vacío o hueco que queda entre dos cosas. Así es White, un tipo completamente vacío. Sin escrúpulos, sin moral, sin conciencia, casi sin sangre. Un loco aséptico con mirada capaz de agrietar espejos, sin una pizca de empatía hacia nadie y la virtud de poder leer las emociones ajenas e interpretarlas sin mancharse. De no haber escogido White, un tipo de semejante ralea merece llamarse Devil (Diablo, en castellano).
El secuestro de la pequeña aparece tras descorrer el telón de las primeras páginas. A partir de ese momento, la narración exige al lector un ejercicio de funambulismo emocional, pues requiere no poca pericia leer y contener, al mismo tiempo, la desesperación y angustia que se precipitan sobre nosotros. El estremecimiento asoma en el borde de cada página y queda pegado en ellas, revolcándose en el perfil de las letras. La muerte acecha al protagonista como un ave rapaz que engorda al compás de los capítulos, que extiende sus alas negras cubriéndolo todo, oscureciendo más la letra impresa. Una permanece agarrada al libro pidiendo auxilio al verbo y redención al reverso de las palabras.
En definitiva, una entra en la historia —se deja caer en las frías aguas de buques de palabras que nos congelan el alma como témpanos de hielo— y una vez dentro no puede huir. Ha de permanecer allí hasta el final, al que una llega algo fatigada (474 páginas). Tal vez, el corazón se le ha detenido una fracción de segundo al rematar algún capítulo. Quizás Gómez-Jurado le ha robado un latido —o más de uno—. Quién sabe.
Juan Gómez-Jurado es un autor con muchos secretos. Y con esta novela, una descubre que posee un despiadado y quirúrgico conocimiento de los rincones donde forman sus pliegues algunas de las miserias más putrefactas del corazón humano.
Buenas tardes y buenas lecturas.