La impaciencia del corazón es un tupido brocado psicológico del ínclito narrador que fue Stefan Zweig (Viena, 1881- Brasil, 1942). Haciendo suyo el rico manto de las palabras, borda un jardín emocional engalanado de afectos del más variado pelaje: la culpa, la desesperación, la cobardía, el dolor, la soledad, pero también la esperanza, la paciencia, la redención, la honestidad y, sobre todos ellos, la compasión, esa condecoración evangélica que tanto gusta exhibir al ser humano ante los males ajenos.
Este prestidigitador de afectos —así lo bautizo desde este momento— sabe bien que los nobles sentimientos, como fértil tierra labrada, proporcionan un abono excelente para frutos espirituales cuya dulzura no podemos imaginar. De ellos, el dolor es el surco ubérrimo por excelencia, el más fecundo, pues aunque resulta el más agrio y maldito, el riego del tiempo hace que de él germinen los afectos más bellos.
En la construcción argumental de esta novela febril Stefan Zweig se enroca en esta verdad dura y eterna, y crea una historia de amor lastrada de soledad y desesperación. Su prosa, dócil como potrillo tras recibir la leche materna, se embravece hasta llegar al tuétano de nuestra conciencia y, una vez en ella, nos propina el más despiadado martillazo afectivo que podamos haber conocido. Los lectores, ataviados con la indefensión de nuestras emociones mucho menos briosas, quedamos un tiempo convalecientes tras la fatal sacudida.
Y mientras una permanece tendida ante el eco del bellísimo latido de sus palabras, siente que ha sido una amargura suave, un batacazo gentil, porque conoce a Zweig y sabe que el destello cegador de su estilo magistral está empapado de lirismo, ardor y pureza. El alma se nos ha escapado por los ojos, eso es todo.
Este judío austro-húngaro es un artista sublime. Y de lo sublime. A su lado, todos parecen pequeños e insignificantes. Templa el lenguaje como si estuviese interpretando una partitura celestial. Lo cuida, lo mima, casi lo besa. Lo depura con elegancia exquisita y deposita en él las virtudes del más delicado cortejo.
Como el sonido limpio de un clarinete ensayando notas al ser afinado, la narración se cuela en el oído interno de nuestro espíritu con el tono más ajustado. El metrónomo de Zweig es el sentimiento en estado puro. Este escritor de lo íntimo consigue que un asunto, que en otras manos hubiese sonado como un pálido timbal (un joven promete matrimonio a una lisiada y la traiciona), en sus manos adquiera la potente vibración de un drama cósmico.
Vayamos con la historia. El teniente Anton Hofmiller —en adelante, Toni— es invitado a cenar en el castillo del hombre más rico de la comarca. Allí vive el magnate, hombre viudo (Lajos von Kekesfalva) con sus dos hijas en edad de matrimoniar: Ilona y Edith. Ilona es una criatura alegre y guapa. Edith también lo es, pero sus impotentes piernas —no se sabe si rotas, paralizadas o solo debilitadas— la tienen encadenada a una silla de ruedas.
La visión cierta del dolor al conocer a Edith atraviesa el lado izquierdo del uniforme del teniente como una bala impetuosa y allí, en algún lugar de su pecho cercano a su conciencia, construye su nido. Con la espontaneidad que tiene el despertar de los afectos más hondos, Toni se ve sacudido por una misteriosa fiebre de compasión. De ese mismo lado izquierdo de su pecho, tan callado hasta ahora, brota un deseo irrefrenable por ayudar a la chica que vive atrapada en un aparato ortopédico.
El sarampión afectivo resulta imposible de sofocar y es tan inexplicable para el teniente como para un médico esas décimas que no acaban de abandonar a un paciente recuperado. El apuesto joven adquiere el compromiso de visitarla diariamente con el único propósito de hacerle compañía. Ella, perturbada por su compasión desmedida y agarrada a ese hilillo de esperanza con el que los enfermos terminales se sujetan a la vida, se enamora del teniente perdidamente. Locamente. Arrebatadamente. Le entrega su alma y se consume en las ascuas de la impaciencia por saber si es o no correspondida.
Por otro lado, Toni descubre en su fuero interno un inmenso júbilo al verla feliz. Y esa satisfacción le resulta tan benefactora, tan placentera, que queda hermanada para siempre con el sentido de su propia vida.
Conociendo que el mal que padece Edith en sus piernas es irreversible, le hace creer que se recuperará algún día y le promete casarse con ella cuando llegue ese momento. Le da la mejor medicina que un enfermo de amor puede recibir: la esperanza. Administrada como mentira piadosa es, si hace feliz al otro, un lenitivo más potente que toda la verdad. Sí, los seres humanos poseemos el mágico don de poder hacer feliz al otro con pequeños gestos, sin necesidad de heroicidades. Eso lo sabemos todos, pero Dios mío, cómo lo cuenta…
Sigo. Cuando la joven tullida descubre que las visitas del teniente son un ejercicio de compasión —qué digo, de apasionada compasión—, por estar clavada en su maldita silla, cuando sabe que para él ese cuerpo decaído de mujer excluye lo erótico, se sumerge en el más cenagoso fango de la desesperación. Ella, que ha trasladado su alma al rincón secreto en el que se hospeda el alma de Toni, convierte su vida en un sinvivir, como hizo la mismísima santa de Ávila.
Llegado a este punto, atravesado el meridiano de una narración que roza las 500 páginas, el poder invasivo de la prosa de Zweig se asemeja a un dogal que tira de nosotros con furia desbocada. Es imposible dosificar su empuje. El episodio amoroso ha horadado nuestro ánimo como un arpón envenenado y nuestro corazón, herido, vive cada paso de ese idilio imposible como una sacudida frenética. El lenguaje desprende una ternura tan casta y, al mismo tiempo, tan apasionada, que una puede llegar a contemplarse a sí misma leyendo bastante aturdida.
El doctor Condor es, bajo mi punto de vista, el personaje más logrado. Hombre de agudísimo discernimiento, simboliza el valor, la nobleza, el buen juicio, el equilibrio, y sobre todo, la compasión más fortalecida.
De su mano conocemos la dicha apabullante de ver los problemas que nos desbordan desde el peldaño temblón de la esperanza. Casado con una mujer ciega a la que no puede curar, sus virtudes son el envés del título de la novela. Frente a la impaciencia del corazón el galeno representa el espíritu alimentado por la más bendita paciencia. Para el bueno de Condor no existe espera estéril y solo cuando uno tiene una gran paciencia puede ayudar a los hombres. Sus pláticas, lejos de yermas monsergas, son excelente néctar del que el lector extraerá enseñanzas jugosas para la vida.
El final, ¡ay!, el final prefiero que lo deshojéis a vuestro ritmo. Agarrad bien la novela —no se os desplome con el volteo acrobático de la emoción— y tened a vuestro alcance algún colirio para la conciencia —los médicos creen que no existe tal remedio, en eso andan despistados—, que para ser órgano invisible es el que mayor escozor produce.
Y sobre todo, no os impacientéis. La prosa que nos zarandea, nos arrastra y nos estremece es la misma que nos alienta, nos abraza y nos vivifica. Es el mismo pañuelo. Y como el dolor, es fecunda y dará nutritivos frutos.
Buenas tardes y buenas lecturas.
Cómo me atrapan tus reseñas…
Ib a decirte, recomiéndame algo de Sweig que aún no le leído. Acabas de hacerlo. Yo tb quiero que me atrape con dogal desbocado.
Besazos.
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Empieza con «Veinticuatro horas en la vida de una mujer» , «Carta a una desconocida», «Ardiente secreto», «Los ojos del hermano eterno» o «Mendel el de los libros». Todas ellas son menudas piedras preciosas. Y si te ciega su destello sigues con alguna otra de mayor volumen. TODO Zweig es deslumbrante. La intensidad de su espectro dependerá de la sensibilidad de tu pupila al recibir su luz. Abrazo.
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