«La balada del café triste» de Carson McCullers

portada_la-balada     Hoy recomiendo «La balada del café triste», un texto turbador salido, hace ahora un siglo, de la exquisita fragua de Carson McCullers (1917-1967), esa hija literaria del gótico sureño del que participaron Flannery O’Connor, Harper Lee o el mismísimo Faulkner. No se sabe bien qué es, pues la narración navega por las procelosas aguas del cuento largo, la novela corta y el relato. La autora lo denominó un extraño cuento de hadas. Como discípula del género, introdujo en él mucho de irreal, de macabro, de grotesco y lo ambientó en el sur americano. El asunto mollar es un triángulo amoroso insostenible que va tomando forma de un duelo pugilístico de sentimientos entre inquietantes protagonistas.

      No confundamos el gótico sureño con el realismo mágico, tan diferentes. El gótico sureño presenta situaciones extrañas, pero sin el carácter fantástico del realismo mágico. Lo anormal del gótico sureño, lo que lo caracteriza, son los personajes, que cobran especial relieve en el relato porque poseen rasgos excéntricos hasta rozar la deformidad. Son los encargados de que la historia se desarrolle. El resto, permanecen como una masa homogénea en la narración.

     Carson McCullers nos obsequia en «La balada del café triste» con personajes troquelados con esta horma. De lejos, son seres anodinos, con vidas rutinarias y sin matices. De cerca, sus rasgos exagerados deforman cualquier intuición realista y los contornos borrosos de sus almas dibujan espíritus desesperados y fracasados. Al compás de una lenta balada, púdicamente escrita, la autora va desnudando el universo interior de cada uno de ellos, un cosmos donde anida la maldad más secreta, la miseria más cruel.

     Estos tipos desenfocados, casi deformes, de usos y costumbres desordenadas, sin embargo, no nos resultan extraños. Ahí está la genialidad. Sus tormentos interiores, sus deseos, son los que tendría cualquier personaje galdosiano. Sus conductas son oscuras, con esa porción macabra tan propia del gótico sureño, pero poseen un realismo de fondo que los define. A pesar de la irracionalidad de sus comportamientos, nos identificamos con ellos porque su coherencia interna es muy robusta.

     En este relato, el personaje (más) deforme es un jorobadito (Lymon Willis) de quien cae rendidamente enamorada una mujer (miss Amelia Evans) tras pegar una brutal patada a un reparador de telares (Marvin Macy) con quien estuvo fugazmente casada —su matrimonio duró diez días—.

     La acción se sitúa en una pequeña localidad de Georgia, habitada por gente humilde, la mayoría trabajadores de una fábrica de hilaturas de algodón. Un buen día, pisa esas tierras un forastero del que nada sabemos — ni siquiera su edad, aunque él tampoco— salvo que es jorobado y tiene modales histriónicos. No anda, da pasitos de ganso. No habla, parlotea, y lo hace hilvanando embuste tras embuste. El tipo dice tener parentesco lejano con miss Amelia Evans, la mujer más rica del pueblo. Y la más rara. Ella le hospeda en una habitación de su casa y, a partir de ese momento, empieza a enredarse el asunto. Miss Amelia, además, es dueña del almacén en el que se reúnen los lugareños. Transforma el local en un café y pronto el jorobado se convierte en el alma del café. Su presencia divierte a los vecinos y miss Amelia pasa las horas mirándolo con el aire lánguido de una enamorada.

     A la llegada del jorobado se suma el retorno del marido despechado y la alteración del discurrir pacífico del pueblo no se hace esperar. El jorobado lleva en su chepa el avituallamiento que nutre las pasiones más bajas y el marido (Miss Evans) no le va a la zaga. A ella se le despierta el amor dormido por el jorobado —quien vive en un estado monstruoso de confusión y estulticia— y el odio más exacerbado por Marvin, un hombre con el alma ruinosa con el que matrimonió, a quien intenta envenenar. Los personajes se pasean por el texto con la bravura de fieras salvajes. Son almas envilecidas en cuyas costuras asoman temibles demonios (venganza, temor, odio, etc.). Instintos feroces lúgubres, pantanosos, inagotablemente malévolos. La mano salvífica de la bondad, del perdón, o del arrepentimiento, es incapaz de dominar la poderosa fuerza que estos instintos tienen en los amantes y en los amados. 

     Carson McCullers nos deleita en este relato con una pulcritud fuera de lo común, con un escrupuloso sentido del ritmo y un mimo exquisito del tono. La dulzura y brillantez en el estilo de contar contrastan con la sordidez de lo que se cuenta. No hay lectura más gozosa que la que disfrutamos cuando forma y fondo se hibridan y fecundan mutuamente. No se puede pedir más a la narración. Sale de la autora con una ternura tan viva, con una melancolía tan honda, que una se siente invadida por una incursión silenciosa por su intimidad. Las palabras se tornan lastimosas, solitarias, desnudas. Y cuando al fin cerramos el libro, de nuestros ojos se fuga una chispa al converger el uno con el otro y lanzarse una larga mirada de admiración. Qué gran descubrimiento. Qué placer poderla disfrutar.

     Buenas tardes y buenas lecturas.

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3 comentarios en “«La balada del café triste» de Carson McCullers

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