La novela «Flush» de Virginia Woolf (1882-1941) es una de esas lecturas que muestran hasta qué punto la originalidad creativa no necesita grandes temas.
Flush es un perro y la narración constituye un curioso juego literario que alterna realidad (cartas escritas por Elizabeth Barrett a su prometido) y ficción. Sin duda, la parte fabulada es la más interesante y ofrece la mirada de la vida a través de los ojos de un perro, al que acabamos queriendo tanto como su dueña.
Como todo lo que escribió ese monstruo de las letras femenino llamado Virginia Woof, «Flush» es una narración cuidadísima, de un lirismo que emociona por su sencillez y la coloca a la altura de sus mejores obras. La gracia, en este caso, es que el auténtico protagonista del relato es, como digo, un perro. Un spaniel de la clase cocker, con los ojos atónitos color avellana y largas orejas que enmarcan su cabeza como una capota. Qué delicia el modo que tiene la inglesa de humanizar con el lenguaje cada gesto del perro, cada movimiento, cada paso. Qué manera de crear poesía registrando lo mundano. Flush posee el don excesivo (me gusta lo de excesivo) de captar las emociones humanas y, aunque no entiende qué hace su ama mientras escribe (se pasa las horas delante de un papel en blanco y un palito negro en la mano), contempla todos sus movimientos con auténtica veneración. Quienes vivimos con perro, naturalmente, entramos en este opúsculo con una mirada mucho más cómplice que el resto, pues tenemos la certeza de que el vínculo afectivo entre amo y perro, tan extraordinariamente narrado, es hondo, mutuo, sincero y eterno. Un milagro universal.
La obra, en realidad, cuenta poco. El crecimiento de Flush —primero, recluido en casa porque su dueña padece una enfermedad y, más tarde, abierto al mundo—, el retrato de una sociedad londinense clasista y la relación amorosa entre Elizabeth y Robert, un idilio adulto hilvanado por cartas y encuentros furtivos, y que culmina con su conversión en el matrimonio Barret. El perro crece, sale de Londres, se pierde, conoce Florencia. Sus andanzas, idas y venidas, anudan la narración, pero no son importantes. La lección narrativa de «Flush» es cómo puede prestarse tan agudísima atención a ese ser peludo que no habla y conseguir hacer de él, de un perro, el personaje elegido para comunicar al lector los sentimientos más nobles y las cumbres del amor.
En definitiva, hemos de agradecer a Virginia Woolf esta deliciosa obrita en la que, valiéndose de una criatura insignificante consigue impresionarnos. Una vez más, un escritor grande necesita pocas palabras para dejarnos ver el abismo entre escribir y ser escritor, entre no necesitar anécdota y no poder escribir sin anécdota.
Buenas tardes y buenas lecturas.