«El palomo cojo» de Eduardo Mendicutti

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     Hoy recomiendo otra novela de Eduardo Mendicutti (Sanlúcar de Barrameda, 1948), para quien quiera husmear en el pulso narrativo de este gran autor o estrenarse en su obra.

     La historia se anuncia triste, se nos antoja que va a serlo, por eso de contar el verano de un niño de diez años que acude a casa de sus abuelos para recuperarse de una enfermedad que le da flojera y le hace subir la temperatura. Lo que padece no lo sabemos, tampoco importa. Y lo que se nos antojaba triste deja de serlo al introducirnos en una casa donde entra y sale mucha gente respirando humor fresco, ingenioso, sorpresivo, tan del autor. A las pocas páginas, una olvida la dolencia del pequeño y se da cuenta de que está tomando cariño a los personajes.

     Además de no resultar un verano aburrido para el chico, tres meses de estancia en casa de sus abuelos le sirven para descubrir los recodos del mundo adulto y su propia identidad sexual. El logro de Mendicutti es poner al narrador en los ojos del pequeño. La vida, a través de la ventana de los diez años, otorga ternura al relato. El mundo se dibuja como algo tragicómico, misterioso y apasionante.

     El autor pone atención en los valores, gustos y costumbres de los años cincuenta y explora cuatro grandes temas: la memoria, la familia, la infancia y la soledad. Especialmente, quiere transmitir que el sentimiento de soledad está muy arraigado en el ser humano. Con mayor hondura, en quienes escapan a los convencionalismos sociales. Lógicamente, el niño no es consciente de ello. Tampoco de que su incierta condición sexual le conducirá a la soledad, si bien al final del libro, late en él cierta intuición de fracaso («entonces me di cuenta de verdad de lo solo que me había quedado, y de que seguramente me tocaba ser una de esas personas que andan solitarias por el mundo (…) yo sabía que ya nunca iba a ser lo mismo»). Una vez más, Mendicutti apuesta por fabular en torno a una sociedad que valora la diferencia y la singularidad frente a otra que castiga estos rasgos con la marginación y el descrédito.

     El desarrollo progresivo de la trama está acompasado de la mejoría del chico. Día a día, va comprendiendo el descomunal caos en que, a veces, se convierte la vida y las reglas que establece la sociedad para sobrevivir. Va descubriendo el mundo adulto y adivinando la posición que ocupará en él. La novela se cierra con un magnífico capítulo dedicado a la soledad, al dolor de la memoria («allí donde toques la memoria duele») y el inminente regreso del niño a la casa paterna.

     El dominio del oficio es la vitola de Eduardo Mendicutti. Aquí emerge con la creación de ambientes y personajes. Parece acertada la elección del verano como época en la que transcurre la acción. Desde el punto de vista simbólico, los meses de altas temperaturas casan bien con las fiebres del pequeño y también, con su destemplanza sexual, como la que tienen algunos frutos que aún están por madurar.

     Los personajes se presentan engalanados de manías, uniformados de extravagancias, calzados de extrañezas. La casa es el escenario donde esos tipos cuentan cómo tejieron amoríos aristocráticos o soportaron jirones en sus corazones. Las visitas entran y salen, meriendan, critican, y hasta recitan poemas. Entretanto, un palomo cojo con pintilla de palomo litri y nombre de director de cine (Visconti) se pasea nervioso por los tejados.

     Los personajes secundarios son legión. Todos muy carismáticos. Por citar alguno, tenemos a Carmen, bisabuela del niño, que abrirá los ojos del niño a la crueldad de la vejez y acabará estirando la pata, porque de patas va la cosa; a la tata Caridad, que ha perdido el perfil y los años le están haciendo perder (y descolgar) otras partes del cuerpo; al Cigala, el manicura que de tanto en tanto se deja caer por allí; a la Mary, mujer deslenguada, sin corazón, venida a menos económicamente, que habla bien fuerte y sin aguantarse una mijita la voz; al balarrasa del tío Ramón, un vivelavida con tendencias bisexuales y una apretura de carnes que alegran el perejil a cualquiera; a la tía Victoria, divertida rapsoda que anda con la bandurria desafinada y se pasa el día recitando a García Lorca y poemas eróticos que escandalizan a las mujeres de la casa; a Reglita Martínez, vecina pobre, metementodo y chivata, que acude a tomar café para llenar el estómago a cambio de chismorreos.

     En definitiva, un retrato de familia andaluza construido con un palomo rengo y unos seres muy raritos que arrastran deje andaluz y se comportan con gracia castiza. El humor sazona todo lo que hacen, todo lo que dicen. El repertorio de voces es enorme, excelente estrategia para dar relieve a un entramado de relaciones complicadas como rasgo definitorio de una época.

     Además del constituir un magnífico retrato social, además de divertirnos desde la primera página, el mayor brillo de la novela, insisto, es mostrar esa mirada maravillada, dulce, ingenua, de un niño que crece sorprendiéndose ante la realidad que va descubriendo. Touché, Mendicutti.

     Buenos días y buenas lecturas.

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