El texto de hoy es Canción dulce de Leila Slimani (Rabat, 1981), una historia aterradora que ha perturbado mi alma y despertado mi fascinación. Qué barbaridad. La voz literaria de la magrebí sigue resonando en mi interior como agrio eco de esa sacudida certera, kafkiana, que nos invade cuando nos hablan las palabras. Merecidísimo Premio Goncourt 2.016, esta joven rompe con la tradición de entregar el galardón a un hombre blanco mayor.
La voz de Leila Slimani es incisiva, dura, inquietante, cruel —crudelísima—, simple —simplicísima— y, valga la paradoja, invisible y real.
Cuenta la entrada de una niñera (Louise) de rostro angelical y modales impecables en una casa para cuidar a los dos hijos pequeños de un matrimonio y cómo, poco a poco, va construyendo su nido en la casa. La madre (Myriam) ve roto su sueño de una maternidad ideal y para poner fin a la asfixia de su rutina doméstica entra a trabajar en un bufete de abogados. El padre (Paul) prospera como agente y productor musical. Ambos pasan la mayor parte del tiempo fuera de casa. Los pequeños Adam y Mila están con Louise, pero Louise no se limita a inventarse juegos y canciones para ellos. Limpia, prepara la comida, arregla cualquier desperfecto, sin preocuparse por el tiempo empleado o el dinero que le paguen. Con el silencio y discreción de un reptil al deslizarse por el suelo, pacientemente, la niñera se convierte en imprescindible, manejando los hilos de un hogar rendido a sus encantos.
El hogar, para la autora, no es una feria, sino todo lo contrario. Un espacio de crueldad y horror donde se cometen las mayores atrocidades, los peores asesinatos. El primer lugar donde la violencia nos golpea. La mamá dulce y sumisa que espera la llegada de papá y se sientan todos en la mesa para comer, es un mito, una fantasía que la narración se empecina en destronar. La dura realidad es que el espacio doméstico es un espacio político en el que se libran constantes guerras (los niños contra los adultos y los adultos entre ellos, los que mandan contra los que sirven, los hombres contra las mujeres, etc.). En definitiva, la casa es un espacio bélico, de dominación de poder, de aniquilación de afectos.
Tampoco la maternidad es la época de mayor felicidad y plenitud para la madre. La magrebí ahonda en la culpabilidad de la mujer tras ser madre y que persiste durante la crianza de los hijos. Al decir madre, no solo se refiere a la mujer que lo es biológicamente, sino que también habla de esas madres invisibles que son las niñeras. En ambos casos, el adulto que cuida a los niños tiene temores, temores que los niños ignoran, como ignoran los adultos los temores de los niños. La situación de maternidad está lejos de ser idílica.
Este es el escenario en el que trascurre la acción. Con tono admonitorio, Leila Slimani retrata a la familia como una farsa que conduce a una tragedia. Y qué tragedia. Aquí mueren dos niños. Nada descubro. Lo sabemos desde el primer capítulo (como Camus hizo en «El extranjero» con esa frase inicial de «Hoy ha muerto mamá»). Lo interesante es cómo está escrito. La narración es como un cuento, un cuento muy cruel que persigue, como lo hiciera Kafka —leemos para que se rompa ese mar congelado que llevamos dentro—, sacudirnos, incomodarnos, golpear nuestra conciencia. De un modo plácido, casi inocente, consigue que impregnemos nuestra conciencia de ese mundo negro que es el hogar familiar, de almas putrefactas que engullen vidas, y lo hace con una narrativa magistral. La prosa de Leila Slimani es extraordinariamente brillante y, otra vez, muy sencilla.
Como todos los libros que dejan poso en el alma, este también guarda una verdad universal, que habla a todos. La novela está ahí para decirnos que el ser humano no es lo que vemos, ni lo que nos muestra externamente, sino lo que íntimamente es. Un ser lleno de ambigüedades y flaquezas. Con una cara tenebrosa y ruin y algún desorden en sus afectos. Para conocer su verdadera naturaleza no hay más camino que mirar al otro atravesando con nuestra mirada los aderezos del cuerpo (raza, sexo, edad, etc.). Solo así es legítimo reivindicar la libertad, que sí existe. También, desde la altura que nos dan las palabras.
Buenas tardes y buenas lecturas.
¡Qué bien analizada esta historia que queda anclada en el alma, para siempre! Esas primeras líneas son adictivas. Y como enamorada de París, me quedó retratada esa ciudad que se esconde al turista, la de tantos trabajadores que sobreviven en habitaciones o pisos claustrofóbicos, con alquileres indecentes. Un abrazo.
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