Eduardo Halfon ha escrito uno de los textos más bellos y demoledores que he leído este año. Es un cuento, o un cuento formado por varios cuentos —confiesa el autor—, de corte autobiográfico.
El texto trata el tema de la identidad. El protagonista, también de nombre Eduardo, es un chico de origen judío que vive en Guatemala y viaja a Israel para acudir a la boda de su hermana con un judío ortodoxo. Ya tenemos el choque cultural. Él, judío por haber crecido en el seno de una familia judía, vive en un país católico (Guatemala). La anécdota que marcó su infancia fue saber que su abuelo llevaba tatuado en el brazo el número de identificación que le pusieron en el campo de exterminio nazi. Casi nada.
Es un relato conmovedor, que se detiene en una introspección sobre las formas en que uno vive y, sobre todo, sobre la necesidad de explicarnos por qué hacemos lo que hacemos. Esta mirada penetrante sobre la identidad que, como el tatuaje de su abuelo, llevamos en nuestra piel, nos recuerda que también —o quizá, sobre todo— somos lo que fuimos.
Eduardo Halfon entra en la literatura de forma azarosa, pero ha encontrado en ella el cauce adecuado para que se escuche el eco de sus palabras. A través de sus obras, vamos conociendo su voz, una voz que suena potente y crece sin miedos cuando escribe. Una voz que proclama que para salvarse hay que ponerse un disfraz:
«Cada persona decide cómo quiere salvarse. Con lo que sea, con lo que más nos haga sentido, con lo que menos nos duela. Tamara me miraba más triste que nunca. Aunque la verdad es que son mentiras, le dije. Y todos nos creemos nuestra propia mentira, le dije. Y todos nos aferramos al nombre que más nos convenga, le dije. Y todos actuamos la parte de nuestro mejor disfraz, le dije. Pero ninguno importa, le dije. Al final, nadie se salva».
Es autor de otras dos obras: El boxeador polaco y La pirueta. Afirma que en su literatura hay una confusión entre realidad y ficción, si bien una ficción anclada en puntos reales. Sus libros diaogan entre ellos y el narrador tiende a ser la misma persona, una especie de alter ego del guatemalteco, con el que comparte casi toda su biografía.
Eduardo Halfon nos ha propuesto un viaje al pasado, pero ha resultado un viaje difícil. No ha sido un viaje físico. Ha sido una espeleología interior, en la que su alma ha querido conocer pero no ha querido ver. Ha ido en búsqueda de su identidad más íntima y, letra a letra, ha ido dejando, como miguitas de pan, un poquito de ellas en cada página. En ese periplo arriesga, mide, reniega, vuelve a avanzar…hasta que clava su piquete en una roca: ha encontrado el dolor de su identidad.
Ha sido una exploración dolorosa, en la que el lector reconoce el alma del autor sensible a la confusión. Como un objeto valioso que no se puede tocar sin dañar, estas páginas poseen esa seducción inaprensible que las hace muy valiosas. O más valiosas. Para acceder a ellas no precisamos ojos, sino una mirada esencial que traspase la tinta. La mirada con la que deben leerse las grandes obras.
Sin duda, lo mejor que nos ha otorgado Halfon en este cuento, en este relato corto, en esta breve novela, es una joya de naturaleza intelectual: su palabra. Hermosamente tallada, de alta pureza y esplendoroso brillo.
El escritor guatemalteco fue distinguido el pasado 18 de noviembre con el premio Roger Caillois 2015 de literatura latinoamericana.
Buenos días y buenas lecturas.
¿Entonces es cuento?
Lo pregunto porque no lo conocía.
No sé, si me cae lo leería, pero no creo que sea de los que yo me comprara.
Besos.
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No, no es cuento. Es una narración que por la extensión el autor consideró cuento. Pero no es un cuento al uso. Más bien, es un retazo autobiográfico del autor. Una forma de aproximarse a Eduardo Halfon a través de una situación inventada (la boda) y que él aprovecha para volcar algunas reflexiones íntimas sobre la identidad de los pueblos (del pueblo judío) y su dificultad de integración.
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