He querido sacudirme el hechizo de esplendor que ejerce en mí la lectura de Unamuno (1864-1936), sea lo que sea de él que caiga en mis manos (ensayo, poesía, etc.), pero ha sido imposible. Como me sucede siempre, al descansar mi mirada sobre un texto del vasco más desesperado y agónico, su alquimia narrativa me ha mantenido secuestrada en una burbuja invisible de placer, casi delirante, como lo haría la ingesta de un licor de alta graduación. Algo similar me sucedió hace unos años, con un texto interesantísimo, muy bien construido, acerca de lo que fueron los últimos años de la vida de Unamuno: Agonizar en Salamanca de Luciano E. Egido, cuya lectura recomiendo fervientemente. Iba yo diciendo que, incapaz de librarme del hechizo unamuniano, de su elixir hipnótico, he optado por compartir hoy mi encantamiento con una obra que es, no sólo uno de los textos más hondos de la Generación del 98, sino uno de toda la narrativa española. Y es que el bilbaíno fue más un pensador que un novelista. Como es la escogida una obra de madurez, y siendo éste un refugio de libros que, de momento se centra en narrativa, me voy a ceñir a la parte narrativa de su pensamiento.
San Manuel Bueno, mártir fue escrita en el año 1931 y es el fragmento vivo de una aldea. Cuenta la vida de un cura de pueblo que profesa ante sus devotos una fe falsa y que, sin embargo, decide no abandonar el sacerdocio porque su razón le dice que el pueblo vivirá aliviado y feliz, en la medida en que las personas sigan creyendo que existe una vida, más allá de ésta, que les hará felices eternamente.
Con otras palabras, el bueno de don Manuel ingiere la pócima de la duda en la fe, y en lugar de dejar que los habitantes de la aldea se contagien de un veneno que será letal para sus almas, elige ser él quien sufra sus efectos devastadores. Así pues, la duda se instaura en el alma del sacerdote, vive en ella, tiñendo sus entretelas más íntimas, como un aguafuerte de agonía.
El personaje central es el hombre que ejerce el sacerdocio, quien compromete toda su vida (espiritual) a la salud (espiritual) eterna de sus feligreses. Lo esencial en la creación de este personaje es que aporta una nueva forma de ver la religión: de una manera más interior y, sobre todo, no sujeta a los preceptos marcados por la tradición. Don Manuel está cargado de simbología. Abundan estudios sobre el simbolismo que tizna la obra, pero no me voy a detener en ellos. Únicamente lo haré con el protagonista que le da título. “Manuel” es un Jesucristo, pues cuenta Unamuno que el día primero de año iban a felicitar los feligreses a su sacristán ya que “su santo patrono era el mismo Jesús Nuestro Señor”. El apellido “Bueno”, hace referencia a su bondad infinita. Y lo de “mártir” viene porque durante toda su vida sufre, y de qué manera, por el asunto de la fe y de la duda.
El libro puede leerse como un evangelio apócrifo, ya que todo él es un canto de adoración al poder divino. Y también, como una imitación rendida del evangelio de San Juan, porque es el mensaje esencial de San Juan el que Unamuno recupera: la fuerza del ser humano radica en su espíritu.
Con ese magisterio unamuniano que lo hace tan exquisito, descubro (al leerlo por tercera vez) nuevas enseñanzas que el texto vierte en un tono desgarrador. A una le parece escuchar un grito de dolor, ahogado entre sus páginas, de quien está librando una durísima batalla entre su razón y su fe. Tirando de la hebra de mis lecturas más recientes, me viene la estela evangélica de Santa Teresa de Jesús, pues toda la novela se disfraza de confesión, como El libro de la vida de la santa. Sobra decir que ya escribió Unamuno aquello de “me encantan las autobiografías”. Ahí lo dejo.
El texto aborda, pues, el tema de la conciencia. Asunto que, por otra parte, ha inspirado casi todos los personajes de ficción creados por el autor. Don Manuel busca, al ir a morirse, fundir —o sea, salvar— su personalidad en la de su pueblo. A nuestro personaje —dice Unamuno en el prólogo de mi edición más querida— “le atosiga el pavoroso problema de la personalidad, si uno es lo que es y seguirá siendo lo que es”. Glorioso problema, el de la personalidad. El mismo que guía a Don Quijote, cuando dijo lo de “¡yo sé quién soy!” y le hizo soñar en el sueño de la vida. En fin. No creo que quisiera don Miguel contagiarnos de la sentencia calderoniana de que “la vida es sueño”, ni siquiera que nos rindiéramos a la shakespeariana de que “estamos hechos de la estofa misma de nuestros sueños”. Pero que este tema le provocaba intensa desazón y agonía a nuestro don Miguel, desde luego.
Y siendo esta agonía muy unamuniana, no lo es menos el hecho de que cualquier mensaje (religioso o político) que se desprenda de estas páginas es ambiguo. ¿Por qué? Sencillamente, porque cada personaje representa un punto de vista distinto frente al problema de la fe en la vida eterna. Lo más interesante es que Unamuno no aboga por ninguno como su preferido, sino que deja libre al lector, para que escoja -con caridad- al personaje con quien más se identifique. Buena tirada, don Miguel. Ahí es donde deja usted que el lector quede congelado.
Acabo ya con el análisis del personaje. He dicho que la duda se preña en nuestro cura de aldea hasta sentir la peor de las angustias: la espiritual. Su alma está, sin exagerar, asfixiándose en su angustia. Sin embargo, quiso don Miguel que don Manuel jamás abandonase a sus feligreses. Es más, quiso que se entregase a ellos en cuerpo y alma, convirtiendo su tarea de apostolado en la tarea de hacerles felices. O al menos, a hacerles creer que son felices. A él —me refiero a don Manuel Bueno—, un hombre a quien la razón lleva a desechar la esperanza en la vida eterna… pero ¡qué difícil le va a resultar vivir con esta renuncia!.
Al final de su vida, un San Manuel enfermo, paseándose por los ribetes de la muerte, les dice a sus parroquianos: “Sed buenos, que esto basta”. Esta frase constituye el testamento moral de la obra. Acercarse a la bondad es más importante que acercarse a la creencia.
Unamuno quiso siempre, a lo largo de más de cincuenta años de afanosa búsqueda, que sus personajes fuesen inmortales: “mis personajes no se matan ni se mueren, son inmortales, o más bien resucitan en cadena”. Yo confío a esos lectores nutridos de la savia unamuniana, a esos pocos que hoy visitáis mi guarida, que convirtáis a los personajes de esta obra mayor en seres inmortales de vuestra vida intelectual.
Buenas tardes y buenas lecturas.
Gracias Carlita!. Me quedo con lo que, para mí, es una síntesis del -buen mártir- Manuel… «Sed buenos, que esto basta». ;p
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Muy buena entrada.
AHora mismo no me apetece un tipo de lectura así, pero felicidades por tus impresiones.
Besotes
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He trabajado mucho esta novela con los alumnos de cou porque el programa lo pedía y es una de las obras que mayor placer me ha dado .Me encanta y los alumnos también quedaban muy satisfechos. Gracias
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Gracias por rendir este homenaje a una novela tan breve de Unamuno. Pequeña solo por su extensión. Tremenda por la fuerza vital del personaje, un alarde de riqueza espiritual. Toda una revolución para la España de 1931.
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