Los lectores solemos mostrar una pertinaz tendencia a creer que la forma de escribir refleja el modo de ser del autor. Nada más lejos de la realidad cuando se habla de un escritor creativo o, sencillamente, cuando se habla de un buen escritor. En el caso de Rosa Montero (Madrid, 1951) siempre he creído que es una mujer pasional.
Si voy a mi biblioteca y sacudo las novelas que he leído de ella, me encuentro con un denominador común: la pasión. La pasión de lo que cuenta y la pasión de cómo lo cuenta. No sé si el entusiasmo como forma de escritura es el atributo que mejor la define, pero sí es un atributo que la define siempre. Por eso, voy a decirlo bien, Rosa Montero es una escritora apasionada —aparte de que pueda serlo o no como mujer—, una escritora sólida que tiene la inveterada costumbre de sumergirme en el íntimo y universal mundo del amor tocándome el alma. A través de una caricia, arañazo o puñalada lingüística, siempre que la leo siento una suerte de mutilación consentida que consiste en llevarse un trozo de mi intimidad y, en justo cambalache, entregarme un exquisito bocado de su mundo interior.
Y pisando tierra, lo de pasional bien sabemos sus lectores cómo lo consigue en sus obras. Cuando escribe la vida de Marie Curie en su aclamada La ridícula idea de no volver a verte lo hace con frenesí, arrastrando un incendio de palabras rescatadas del diario de Curie en las que refulge el tono emocional más puro. Cuando en El amor de mi vida nos descubre excentricidades de autores esenciales, pellizca, a partes iguales, angustias y buenos momentos, auspiciadas por el empeño por seguir viviendo. Y cuando en su ensayo La loca de la casa (homenajeando a Galdós en su título por denominar a la imaginación con los mismos términos con los que la bautizó el canario en Fortunata y Jacinta) ordena los recuerdos de su vida, lo hace con el fervor más encendido a través de un cómputo de novios y libros, que son, sin duda, los elementos más afrodisíacos que pueden encontrarse.
Qué obviedad, en todas las obras de Rosa Montero está la pasión, sentimiento que ella no solo decide no sofocar, sino que, como excelente alquimista del lenguaje, mezcla en justa medida con otros ingredientes algo alucinógenos —como la locura, los sueños, el paso del tiempo, etc.— y le sirven para edificar ese arco voltaico emocional con el que consigue una comunicación directa con sus lectores.
Ahora viene con La carne, obra de madurez en la que recrea sus miedos y dudas, en la que reflexiona sobre la naturaleza del sentimiento amoroso, las cicatrices del tiempo y la necesidad de amar. Fiel a su estilo, encuentra la dosis secreta en la alquimia de las palabras para dar con una historia que nos resulta muy próxima.
En esta novela, crea el personaje de una mujer que posee un nombre fatídico, Soledad, y un corazón que arde de ganas de amar. Es una mujer que, como decía el bueno de San Agustín, ama el amor. Anda orillando los 60 años, pronto le caerán redondos y firmes como una sentencia, y acaba de ver cómo el hombre a quien ha amado hasta ahora (Mario) pone fin a su relación porque ha encontrado el amor en otra mujer. Ella, para librarse del mandato nominal que pesa sobre su nombre y darle celos urde un gesto de venganza estudiado contra Mario. Contrata a un joven ruso muy guapo para que le acompañe a la ópera donde sabe que Mario acudirá, de manera que la verá triunfante.
Adam, que así se llama el acompañante ruso, es un gigoló de 32 años y le hace pasar una noche de ópera estupenda, pero consigue también que ella, que es mujer de enamoramiento fácil (más bien instantáneo, incluso fulminante) quede sumida en el estupor más absurdo. La presencia de Adam le recuerda que su existencia no tiene sentido sin un hombre que la quiera a su lado, pues ella sola es incapaz de gestionar su propia vida.
Además de la Soledad enamorada está la Soledad que trabaja como comisaria de una exposición que se va a celebrar en la Biblioteca Nacional sobre escritores malditos. Excelente excusa que Rosa Montero aprovecha para dar un breve y ameno repaso a algunas anécdotas reales extraídas de biografías de escritores malditos como Philip K. Dick, Pedro Luis de Gálvez, Guy de Maupassant, Gregorio Martínez Sierra y como escritora maldita central, Josefina Aznárez, el único personaje de la galería de malditos que nace de la pura invención de la autora. El resto, tuvieron en común en su vida real el haber visto descarrilar su carrera literaria y el acabar en las fauces hambrunas del fracaso como destino.
Con la amenidad que le caracteriza, Rosa Montero dosifica bien la intriga y va enhebrando capítulo a capítulo con la maestría de un sastre de alta costura, de modo que una queda sumida en una lectura muy entretenida. Los acontecimientos se precipitan hacia el final y una siente cierta angustia en el pecho por querer saber cómo acabará la aventura de esta mujer madura con el joven ruso. Nos ha estado hablando toda la novela de la locura como forma de amar y también como forma de suicidio. Nos preguntamos si rescatará esta veta para rematar la historia o si la cerrará con un broche de cuento en el que todos fueron felices y comieron perdices. No lo voy a decir tampoco yo aquí, pues ella ruega en la última página que sus lectores no desvelemos el giro final, ya que arruinaríamos la estructura, el ritmo y el misterio del texto. Os dejo, pues, con el bolo de inquietud. Masticadlo bien y tened a mano una copa de vino. Por si hay que brindar, digo.
Buenos días y buenas lecturas.