Llego a Màxim Huerta (Utiel, 1971) con el recuerdo de haber leído sus dos obras inaugurales: “Que sea la última vez” (2009), una divertida sátira sobre la televisión precaria en recursos, pero muy amena y certera, y “El susurro de la caracola” (2011). Me gustó mucho en esta segunda, donde se suelta fabulando en torno al oleaje del mar, el pueblo, la ciudad, enhebrando palabras que nos hablan de arreglos y remiendos, de cocinar dulce, de lágrimas ahogadas, de retratos guardados, de películas y cómo no, de miedos y dolores. Màxim siempre habla de miedos y dolores, ¡ay!, si bien en “El susurro de la caracola” habla más de secretos, que tanto gustan a los niños. Será que él es un poco niño, por eso de escribir rodeado de miedos y secretos. Y tal vez, éstos, los secretos, le confiesan algunos trucos de la literatura, pues en estos años, que son casi una década, ha ido cuajando en estilo y ganando en intimidad.
Decía mi adorado Ramón, en una agudísima estocada de su humor excesivo, que el escritor quiere escribir su mentira y escribe su verdad. Esto, y no otra cosa, es lo que le ha ocurrido a Màxim Huerta en “La parte escondida del iceberg”, pues en ella nos ha dejado encuadernada la historia de un amor vivido en París, hace ya bastante tiempo.
Si regresar al pasado cuesta, dejar que el lector le acompañe en este recorrido de ausencias, cuesta doblemente. Pero en literatura, como en la vida, uno recibe siempre algo a cambio de lo que da. Por eso, es muy probable que Màxim Huerta reciba, a trueque de esta excelente novela, las mejores críticas en su trayectoria como escritor.
Es la más íntima, la más personal, la más turbadora, y también, la más generosa. Hospedado en sus recuerdos, que son dolores, vuelca sin remisión no ya la historia de ese amor que se cuajó y desheló en la ciudad de los buquinistas, sino la parte escondida de esa relación. La que no se ve, la que no se oye, que es, desde luego, la que más dolió.
El escritor se abandona al oficio con un tono sincero pero vigilante, sin saber hasta qué punto, al ir contando, está dejando al descubierto casi toda la parte que flota. Y lo ha hecho con la fascinación que da manejar bien las reglas del juego. Una tiene la sensación de que el oficio le acuna. Escava en el ayer, saca tierra fuera, husmea, tantea, selecciona, hasta encontrar frases y palabras que le proporcionan la expresión adecuada, la que mejor reconstruye el recuerdo. Y esa faceta dura que tiene el ser escritor, ese ángulo amargo que como lectores ignoramos se convierte en el más firme andamiaje de su novela.
Ha querido contarnos la historia en primera persona, quiere ser un acto confesional. Lo suyo es testimoniar con palabras y silencios un amor que quedó atrapado en su garganta hace muchos años. No sabemos mucho más. ¿Qué pasó? No hay respuesta. Tal vez, que pasó. Ni siquiera conocemos si se abandonó en el punto culminante de la pasión. Ahora está amortajado y enterrado en el olvido, pero aún le proporciona algún momento de felicidad extraña cuando deja correr el aire por las grietas de su pasado.
Màxim Huerta es hombre enamoradizo y en otros libros ya mostró algún pedazo de esa parte suya que flota, pero en esta novela quiere sacarlo todo. En eso, como he dicho antes, la mirada del valenciano ha sido generosa: “Te doy todo este libro para que aparezcas”. Pudiendo olvidar, se pone a escribir para que ese amor se quede para siempre en una novela. No se puede ser más generoso.
Es también hombre afectivo y en estas páginas no se contiene. Derrocha afecto por su infancia, por su abuela Irene, por sus amigos. Nos vincula al vaho de sus emociones con afán de hacer de esas vivencias remotas algo entrañable también para nosotros. Esto no convierte al libro en un texto optimista, ni alegre, no se engañe el lector. Sobre estas líneas pesa una misteriosa tristeza. Los capítulos están embadurnados de una turbia penumbra apenas disipada y diluida en sorbos de café crème.
El escritor camina, piensa, recuerda, imagina, se abandona. En su deambular errante, recorre plazas y calles que no son las plazas y calles de antes. Los viejos rincones conocen secretos y saben guardarlos. La melancolía se ha quedado pegada en las cortinas de las cafeterías, en los platos de los bistros, y en las copas de esos garitos con encanto en los que se detiene y entra.
Normalmente, en las novelas, cuando se habla de comida se hace sin mucha especificación. Pero nuestro autor es muy proustiano y gusta de rescatar los olores y sabores de las cosas, y servir los hechos con el edulcorante más sabroso para un escritor, que son las palabras bonitas. Y lo hace con extremada pulcritud, citando a las cosas con un dulce guiño para que se queden también en la novela. Este es el secreto de que su café crème tenga más sabor que el resto de los cafés, y su cruasán, el aroma de estar recién salido del horno.
La novela va cobrando forma con estos detalles. Detalles llenos de vida y de pasado que disfrutamos con el mismo apetito con el que él se comió esas paellas de encargo con su amiga Bibiana Fernández.
Y qué decir de los lugares. A ellos les lanza el mismo guiño seductor para recuperar su fragancia. Cogidos de la mano de Màxim vamos recorriendo sus mismas avenidas y terrazas, en las claras y frescas mañanas de París. Oliendo pasado.
Al leer, una se siente muy cerca del autor, casi recluida con él, en esa habitación propia —que diría Virginia Woolf— empapelada de recuerdos. Una habitación en la que están también, excusez moi, muchos otros autores con arterias literarias: Rosa Montero, Muñoz Molina, Ana María Matute, Joyce, Proust, Unamuno, Whitman, Pessoa…
Además de olores, sabores, afectos y literatura, en estas páginas también hay cine, mucho cine. Màxim rescata el París coqueto con actores y actrices como Marlene Dietrich, Olivia de Havilland, Lauren Bacall, Bette Davis, Joan Fontaine, Monica Vitti, Claudia Cardinale, Romy Schneider, Brigitte Bardot, Alain Delon, Olivier Martinez, Jean Dujardin, Jean-Paul Belmondo… Asoman también pintores universales (Picasso y Modigliani), musas (Kiki de Montparnasse), diseñadoras (Inès de la Fressange), músicos (Yves Montand o Édith Piaf), poetas, y todo tipo de artistas y mitos. En París caben todos. Amantes y amados. Al verlos aquí, al reconocerlos, parece que escuchamos también su acento. Lo curioso es que no eran todos franceses, pero tenían en común eso que no tiene nombre, pero nos aclaramos si decimos “lo parisino” —señala el autor—.
Sin olvidar que el libro es un homenaje al París de los años 20 he de indicar que, desde el punto de vista literario, el homenaje tiene nombre y apellidos. El de dos autores —no sabría decir cuál de los dos es más colosal— que escogieron esta ciudad para hacer de ella el asunto de su novela. Por un lado, Enrique Vila-Matas, cuando siendo aún joven se disfrazó de escritor maldito en su “París no se acaba nunca” y se paseaba espiando la vida bohemia de sus amigos artistas. Y por otro, Ernest Heminway, que convirtió “París era una fiesta” en su obra más reveladora. Así que, esta seducción por París es una fiebre contagiosa. Le pasó a Vila-Matas y le pasó a Heminway, a quienes nuestro autor admira con sinceras complicidades.
Creo haberme alargado en esta reseña. Es lo que tiene llevarnos a París. Durante el tiempo que el libro ha estado reposando en mis manos, he creído pisar París, o me he mudado allí, aunque sea solo mentalmente. He disfrutado tanto que al cerrar sus guardas —tras leer esa gélida frase final— he quedado, como el protagonista, empadronada emocionalmente en alguna de sus calles. Y desde luego, salgo de ella haciendo cierto eso que dijo el poeta John Ashbery de que “después de vivir en París, uno queda incapacitado para vivir en cualquier sitio, incluso en París”.
Màxim Huerta se enamoró en París, que no es poca cosa. Ahora, sus calles y sus gentes le han dado su mejor novela. Emborrachado de la pasión de Vila-Matas y del entusiasmo de Heminway, a quienes rinde pleitesía en cada pliegue, se ha crecido en el oficio con la disciplina firme de convertirse en un escritor de su rebaño.
Enhorabuena, Màxim. Con tu permiso, me uno a la fiesta que es París y deseo, como Vila-Matas, como Heminway, como tú… que no acabe nunca.
Buenas noches y buenas lecturas.
Me gusta muchísimo Màxim Huerta. Justamente, «El susurro de la caracola» fue la novela que menos me gustó, yo la interpreté de una manera completamente distinta a ti. La última fue «No me dejes», que de hecho he regalado tres veces ya, porque me gustó muchísimo. Esa sensibilidad que tiene este hombre es brutal, un mago en la exposicion de sentimientos.
Como te decía en Facebook, mi próxima adquisición literaria será este libro, que desde que salió lo tengo en la wishlist, pero me he ido picando con otros.
Besines
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De acuerdo en todo. Cuida mucho la forma. Apunto «No me dejes», apunto, apunto…Gracias!
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