«Veinticuatro horas en la vida de una mujer» de Stefan Zweig

Por tercera vez y, si cabe, con mayor entusiasmo, he leído «Veinticuatro horas en la vida de una mujer» de Stefan Zweig (1881-1942). Autor superior, de contenidos deseos y fuego interno que supo hacer, de cada obra, un elemento nutritivo para nuestro espíritu. Sus novelas, sin excepción, son una exploración a los rincones más incrustados del alma. Leer a Stefan Zweig es alimentar la hogaza de nuestras pasiones de un modo absolutamente hipnótico. Lo único que varía es el fondo, el asunto, pero sus escritos, cualquiera que sea, ponen al descubierto nuestros secretos más íntimos con delicadeza exquisita.

Sus personajes son seres inquietos, de pasión desbordante y apariencia débil. Que aman muchísimo. Con empeño, con avidez, de un modo vertiginoso y un lenguaje con la elocuencia de quien desnuda su alma para nosotros. El autor extrae de cada uno su personalidad esencial, con un modo de mirar la vida que me tiene fascinada. Un mirar lúcido, turbador, febril. Un mirar que atraviesa la envoltura de la cotidianidad y se dirige al espíritu. Mientras lo leo, sus palabras me envuelven en una atmósfera de privacidad a la que estoy convocada sin remisión, como si el texto hubiese sido escrito para mí.

«Veinticuatro horas en la vida de una mujer» narra una historia contada por una mujer de 67 años, viuda y cuyos hijos ya no la necesitan, a un hombre que apenas conoce, en un momento de desesperación. La historia abarca solamente un espacio de veinticuatro horas, pero pesa en la conciencia de esta mujer como un lastre del que no puede librarse. No es asunto fácil para ella, discreta en sus cosas, pero busca una redención a su conciencia, una absolución a un episodio que sucedió un día de su vida.

¿Y qué episodio turbó el espíritu de esta mujer hasta el punto de hacerle cambiar su concepto de conciencia? No voy a descifrar muchos detalles. Arrastrada por las buenas intenciones, ayudó a un joven que intentaba suicidarse tras perder todo su dinero en la ruleta y el éxito de esta acción despertó en ella la pasión desmedida por el muchacho. Pronto se dio cuenta de que había obrado de la peor manera posible y cuando regresó a su casa, lo hizo llena de íntima vergüenza. Tenía la convicción de ser ella quien se había echado a perder. Desde entonces, se siente tan denigrada, tan miserable, que le mueve el deseo de purificarse.

Hay una lucidez extraña en esta mujer de 67 años creada por Stefan Zweig: ella misma ve su desplome como ser humano, una mujer adulta sucumbida por una pasión irrefrenable, y ella misma es capaz de analizar sus actos para reconducir su vida a la plenitud que tenía. Es como si quisiera decirnos que nos creemos héroes si bien, para nuestra conciencia, un solo acto puede convertirnos en seres heridos de por vida. Nuestra derrota, la más honda, también forma parte del juego de la vida.

Las descripciones, en ocasiones excesivas, resultan tan ricas, tan fecundas literariamente hablando, que merece la pena detenerse en alguna de ellas, como la que hace de las manos del jugador de la ruleta. Ocupa una extensión de casi diez páginas y da sobrada cuenta del majestuoso estilo del austro-húngaro. Toda una lección de escritura.

Las manos claras, nerviosas y siempre en actitud de espera en torno al tapete verde (…). Todo puede adivinarse en esas manos, en su manera de esperar, de coger, de contraerse: al codicioso se le reconoce por su mano parecida a una garra; al pródigo, por su mano blanda y floja; al calculador, por su muñeca firme; al desesperado, por la mano temblorosa; cientos de temperamentos se descubren con la rapidez del rayo, ya en el modo de tomar el dinero, ya si lo estruja o lo agita nerviosamente, ya si, abatido y con mano fatigada, hace indiferente una puesta en el tapete verde (…). No me es posible describirle las mil maneras de mover las manos en el juego: las hay como de bestias salvajes, de velludos y curvados dedos, que arrebatan ferozmente el dinero; otras, nerviosas, trémulas, con las uñas pálidas, que apenas se atreven a avanzar; otras, nobles y a un tiempo viles, tímidas y brutales, vivas y a la vez torpes; y otras, vacilantes… Pero cada una actúa de manera diferente, porque expresa un temperamento distinto, a excepción de las manos de los croupiers.

En fin, poco que añadir. Stefan Zweig despierta mis sentidos como si me echasen un jarro de agua fría. Aquí, dando fuerza a pasiones desconocidas que pueden anular el control de la voluntad. También podría considerarse una novela de amores tortuosos, prohibidos y dañinos, trasunto de las grandes novelas de amor.

Lectura imprescindible para quienes gocen de la escritura suprema y no tengan vértigo de contagiarse de esa mirada lúcida, turbadora y febril. El goce está garantizado. Luego, se cierra el libro y hay que conseguir restablecerse. Volver a nuestras discretas vidas con la inquietud propia de quien acaba de asistir a la representación de sus sentimientos con la penetración que nos dan las palabras.

Buenos días y buenas lecturas.

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