«Casada con el enemigo» de Raquel Alonso

portada_casada-con-el-enemigo.jpg      Hoy traigo uno de esos libros que puede escribir cualquiera que se dedique al bonito oficio de contar, pero que solo en contadas ocasiones aparece, porque, al hacerlo, el autor se arranca un jirón del alma. De la tinta de ese dolor, reposada en un recipiente sin fondo, se ha servido Raquel Alonso (Madrid, 1970) al escribir «Casada con el enemigo», un testimonio sincero y muy personal que narra el calvario que padeció al casarse con un hombre que, después de veinte años de matrimonio y dos hijos, se convirtió al yihadismo islámico más radical.

     La voz escogida para desbrozar lo que Raquel Alonso pasó en estos durísimos años, en los que vivir se convirtió en una condena, es la primera persona, que impulsa a entrar en la travesía del texto sin esfuerzo. El lector penetra en él cual aguja hipodérmica. Se cuela en las habitaciones de su casa, en su intimidad, conoce a sus hijos, casi llega a percibir los olores de cada rincón. Sin darse una cuenta, se incorpora al embudo de su vida y se ve participando de su horrible vía crucisLeer y caer desplomada sobre las fauces de cada capítulo es una misma cosa. 

     La prosa de la madrileña es cómoda, fácil, amena. Al alcance de todos. Lo fundamental aquí es la fidelidad de lo narrado con su vida real. Esta fidelidad legitima la obra como novela de género, novela testimonial, y legitima también a la debutante como creadora de la historia. Tiene el atractivo añadido de que, pisado el umbral de la novela, una se siente contagiada de una proximidad extraña que le hará tener la sensación de estar conversando, cara a cara, con Raquel Alonso. La autora quiere sentar (y sentir) al lector a su lado, que esté cerca. Cuanto más, mejor. Para que sus oídos no pierdan detalle, para que sus pupilas capten el sentido cierto de cada diálogo, de cada gesto y, cómo no, para que su corazón se acompase al ritmo del de ella, el que bombea su sangre y le proporciona el gozo de ser leída.

     Lo suyo es un escribir para contar. Es un rescatar, con la potente voz de la palabra, los acontecimientos que la hicieron trémula, con el ánimo de inmortalizarlos en nuestra memoria. Y aunque Raquel Alonso acaba de bautizarse en el oficio, lo hace bien. El lector la recibe como si estuviera leyendo una novela —se apoya en las técnicas narrativas más sencillas—, como si esto de narrar fuese un ejercicio que la recién llegada hace todos los días. Además de conseguir un estilo amenísimo, su mayor logro es descifrar, con expresiones inteligibles para cualquiera, el secreto de una vida tormentosa y extraordinariamente difícil sin perder una pizca de verosimilitud. Esa es la cosa.

     Los personajes son ella, su marido y sus dos hijos. Naturalmente, no participan de la fabulación. Muy al contrario, son seres de carne y hueso, aupados por Raquel Alonso al escenario de la novela, pero manteniendo siempre el suelo firme bajo sus pies. Ella robustece su descripción, otorga relieve a sus sueños, a sus miedos, a sus fatigas. Y nos hace creer, también, que están junto a nosotros. El secreto de su escritura es haber tatuado el cosmos sentimental de ella y sus hijos con un trazo sencillo. Este modo de contar hace que la tinta negra de las palabras quede marcada en el fondo de nuestras conciencias, como las líneas de la vida que rubrican las palmas de nuestras manos.

     Yaiza y Adán, sus dos hijos, representan el amor en su grado más puro. Y Nabil, con quien se casó, el padre modélico, un hombre que muda por dentro y se convierte en el mismísimo Satanás.

     El primer síntoma de que algo no va bien asoma cuando Nabil se empecina en que su hijo de diez años aprenda de memoria un libro religioso. A partir de ese instante, Nabil inicia una metamorfosis meteórica en su comportamiento (a las cinco de la mañana acude a la iglesia a rezar, hace nuevos amigos a los que llama «mis hermanos», se entretiene viendo videos de cómo se decapita a los infieles, etc.) y en su carácter (pierde el sentido del humor, el cariño por su mujer y sus hijos se le va escurriendo, etc.). Pronto la casa se convierte en un lugar peligroso para los pequeños y para ella. Ya no existe hogar, sino un conjunto de paredes con mucho cemento donde se grita y se pega sin atender a razones.

     La joven Raquel no sabe por dónde tirar y decide someterse a los dictados del hombre al que amó con extenuación. Tal vez, así consiga exterminar los cambios que asfixian su vida. El sentimiento por el hombre con el que se ha casado experimenta también una mutación radical. Pasa distintas etapas, pero la más dolorosa es la que tiene lugar cuando pasa de ser el amor más maravilloso a la dependencia más tóxica. Sin embargo, en qué se ha convertido su relación, por qué su marido ha perdido la identidad, o de qué veneno está bebiendo Nabil, importa poco. Lo único que importa es proteger a sus dos hijos del infierno en el que viven.

      Ella desconoce a los nuevos amigos de Nabil, esos que tanto rezan en la mezquita, y está lejos de imaginar los coqueteos de su marido con una célula islamista radical. Así las cosas, al principio, hace oídos sordos a sus cambios de conducta e intenta salvar su matrimonio como sea. La unión del padre y la madre es importante para el desarrollo emocional de sus hijos. Se las ingenia de mil maneras, pero lo cierto es que el puente afectivo en el que están creciendo Yaiza y Adán está más derruido que las mismísimas Torres Gemelas.

     En ese caos de confusión, miedo y violencia, una madrugada un nutrido grupo de policías irrumpe en su domicilio y… ¡ay!, no puedo contar más. Ahí lo dejo, sí, ahí, para que se os desate la soterrada cuerda de la curiosidad y tiréis de ella como buenamente podáis. 

     Buenas noches y buenas lecturas.

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