Hoy rescato de mi biblioteca y recomiendo “Pabellón de reposo” (1943), la segunda novela de ese académico y Nobel gallego, de ese gigante de las letras que fue Camilo José Cela Trulock (1916- 2002). No es una novela al uso, resulta difícil clasificar, pero es una de las que más me gusta del autor. Viene a ser como las memorias (diarios, cartas) de un grupo de tuberculosos que comparten un mismo pabellón de sanatorio. Aunque en esta época de calima propia del verano una persigue lecturas que proporcionen placidez y calma —incluso, un sosegado reposo como el que llevan estos tísicos—, a veces, si se trata de autores ineludibles, me presto con gusto a que roben mi reposo.
No tenemos acción, no tenemos argumento. Como siempre, allí donde no hay acción, allí donde no pasa nada, asomará el escritor. Y asoma, con la envergadura de un cetáceo, el gran Camilo, emergiendo del inmenso mar de letras, para crear un relato que merece la pena recuperar por muchas cosas. Primero, por su belleza estética. Segundo, porque marca un compás de espera en su obra narrativa, una sosegada laguna, entre tanta página atormentada. Y tercero, porque con este autor siempre se aprende.
El lirismo impregna la escritura y viste la narración de un tono poético que convierte al relato en un bello poema en prosa que, no voy a decir que llega a ser alegre, pero tampoco alcanza el dramatismo esperado. Las páginas están cargadas de dolor, pero por ellas transita la muerte tanto como la vida, aunque esta lo haga a través de recuerdos que hicieron sentir dichosos a estos enfermos vitalicios y de la fantasía engañosa de sus sueños.
Muchas veces, Cela disfraza la ternura de crueldad. Una lee y, lejos de sentirse apenada, se ve envuelta por un temblor de cariño, por ese halo de invisible textura con el que, si se conoce bien el oficio, nos arropan las palabras.
En realidad, Cela escoge la tuberculosis como una metáfora de la condición psíquica que abruma al ser humano. No es casual, si pensamos que se la consideró como la más espiritual de las enfermedades. Pues bien, él se sirvió de ella para describir la asfixia que nos constriñe el alma cuando la vida se convierte en un esperar eterno.
El autor fabula la historia recreando un ambiente que él mismo vivió —estuvo hospitalizado un tiempo en su juventud—, pero no cuenta los hechos en primera persona. Siete personajes, tuberculosos en distinto grado, alternan sus voces como narradores del relato. Los tísicos viven con la sensación de tener el alma atravesada en la garganta —que diría Cervantes— y la saludable obsesión por restablecerse. Están recluidos en un edificio en el que ocupan habitaciones individuales y confiesan sus anhelos en cartas o escritos que nos hablan de que “la libertad no existe”, “la vida es triste”, “la muerte es dulce, pero su antesala cruel”, etc. Entre termómetros y horas de descanso, arrastran su mortal palidez y vacían sus alientos en el pozo de la nostalgia.
La estancia de estos enfermos que ven pasar los días sin atisbar horizonte, apartados como están del mundo, me ha traído el recuerdo de la fabulosa obra de T. Mann “La montaña mágica”, con esas chaise longes expuestas al sol que dan horas del reposo más benéfico para el enfermo. Horas lentas, mudas, tremendas. La diferencia fundamental es que Cela no se sirve de un Settembrini —el mentor paternal de Hans Castorp cuyas ideas humanistas protegen de la atmósfera mórbida del sanatorio— para introducir reflexiones morales o filosóficas. En eso, “Pabellón de reposo” es menos ambiciosa. Aquí asoma el Cela más estético, el que busca la belleza de la frase perfecta —si es que alguna vez deja de hacerlo— y de ellas, se queda con la de más fino trazo.
El tiempo, esa cosa que nadie sabe lo que es, extiende su manto fatal sobre los enfermos: “Los segundos caen, pausadamente, como golpes de sangre por los pulsos”. La fugacidad del tiempo martillea sus conciencias y les desazona más que ninguna otra idea, devastando cualquier ilusión. Uno de ellos afirma: “no tengo ningunas ganas de comer; no tengo ganas de nada, ni de morirme siquiera”.
Resulta muy interesante el uso que se da en la novela a los modos verbales. En la primera parte, aparece a menudo el modo condicional. Sin embargo, en la segunda parte, la locución “ya no” se convierte en un latiguillo que fustiga las páginas como una letal premonición. Este guiño empuja al lector hacia una atmósfera tapizada de apatía, contagiándose de un inmenso desamparo. Cela despliega su genialidad sin fisuras en este envite. Una siente el mismo agobio que los enfermos, la misma desazón existencial.
Los personajes, además de arrastrar una grave afección pulmonar, viven lastrados de soledad. Una soledad que tiende sobre los tísicos su enorme sombra, su dimensión más angustiosa y se convierte en el haz (la soledad cura) y el envés (en la soledad morirán) de sus vidas. Lo fundamental aquí es rescatar que permanecer en ese estado de no hacer, de no moverse, ese estado de forzada inactividad, es similar a vivir en un encierro psíquico realmente asfixiante. Ellos registran su angustia en el papel y el lector se impregna de ella al leer sus confesiones. Uno de los enfermos habla por todos cuando dice “este crepúsculo solitario, aburrido y pesaroso de nuestras vidas”.
Otro de los grandes aciertos de la novela es llamar a los personajes con el número de la habitación que ocupan, truco del que ya se sirvió Clarín en uno de sus cuentos —titulado “El dúo de la tos”—. Como los delincuentes al ocupar su celda, las personas que ingresan en un hospital pierden su nombre y se convierten en cifras. Lo curioso aquí es que los personajes se despojan de su identidad no solo frente al lector, sino también dentro de la novela. Al hablar entre ellos, se llaman unos a otros con el número de habitación.
«Pabellón de reposo» vio la luz en el año 1943 como una novela por entregas en el diario “El Español”, estuvo prohibido en los sanatorios para tuberculosos —durante esos años en los que se consideraba que cuanto menos supiese el paciente de su dolencia, mejor— y es obra de imprescindible conocimiento. Nos acerca al primer Cela, a su novelística, al infinito y rotundo poder de la escritura más hábil. Rescata tensiones exasperantes que anidan en el corazón humano, y también, tensiones no menos exasperantes con las que nos obsequia el pedaleo de la vida. O el recuerdo de cómo la vivimos.
Buenas tardes y buenas lecturas.