Hoy recomiendo «Crimen y castigo» del maestro ruso Fiódor M. Dostoievski (1821-1881), uno de mis libros que merece reclinatorio. Lo he leído estos días por segunda vez y he vuelto a reconocer por qué ocupa el Everest de mi biblioteca. Junto a Stefan Zweig y otros pocos elegidos, Dostoievski ha nutrido mi amor por los clásicos. Me lo imagino mojando su pluma en el tintero y escribiendo despacio, entornando un poco la mirada hacia sus adentros, deleitosamente. Cuando he vuelto a él, doce años después, me ha vuelto a dejar estupefacta. O más estupefacta. Mi amor por Dostoievski ha crecido con el tiempo, se ha expandido. Los años lo han convertido en un entomólogo espiritual de carácter universal. Y se ha ganado mi reclinatorio por tener el poder de convertir a ese ser sin rostro que es la palabra en el espejo donde pueden mirarse todos los rostros. Es un estudioso del tejido íntimo que nos define y ejerce su oficio mostrando al mundo su hallazgo con la herramienta mágica que da el lenguaje. Como lectora, no encuentro dicha mayor.
Lejos del abigarrado festín de tramas y personajes con el que nos suelen obsequiar los rusos, «Crimen y castigo» no resulta lectura densa, aunque para alcanzar su tuétano ha de ser leída sin prisa. La encuentro superior a muchas obras rusas y la mejor del autor. «Los hermanos Karamazov» se me hizo de final pesadísimo, tal vez, porque la sombra de Raskólnikov es tan descomunal, tan espesa, que agrisó el perfil de cualquier personaje que viniera después.
Para el que aún no haya catado a Dostoievski, su narrativa excava sobre lo que el poeta Boris Pasternak denominó verdades absolutas: la vida, el amor, la verdad, la belleza, la muerte. Lo más fascinante es que cuando estas verdades absolutas pasan por sus manos, y de las nuestras a nuestros ojos, una alquimia milagrosa consigue que atraviesen nuestro pecho, se cuelen en nuestra mente y se conviertan en riquísimos nutrientes para nuestra vida.
Con descarnado realismo, su estilo es admonitorio del existencialismo de Sartre o de Camus. «Si Dios no existe, todo está permitido», dijo Dostoievski por boca de Vanya Karamázov. En «Crimen y castigo» da otra vuelta de tuerca a esta retadora afirmación a través de su personaje matriz, Rodion Raskólnikov.
Adentrándome en la novela —en el novelón—, voy a tomar como arranque una reflexión del propio Raskólnikov. A su juicio, todos los delincuentes, en el momento de cometer un crimen, experimentan un desfallecimiento de su voluntad, un desmayo que se apodera de ellos y se desarrolla como una enfermedad. El problema es que no se sabe si la enfermedad engendra el delito, o si el delito, por su misma naturaleza, va acompañado de una especie de enfermedad. Esta cuestión incomoda profundamente a Raskólnikov y siente la urgente necesidad de resolverla.
¿Quién es Raskólnikov? Un estudiante que se hunde en la pobreza y en la más solitaria tristeza. Su economía apenas le alcanza para pagar la pensión que habita. De familia también pobre, para hacer frente a sus gastos se ve obligado a ir vendiendo sus bienes a una vieja que vive del empeño. Un día, comienza a reflexionar sobre la naturaleza moral de la vieja usurera y concluye que, como ser humano, es un ser despreciable. Un auténtico piojo social, hacia el que experimenta un sentimiento de repulsión absoluta. Con desalentadores monólogos, comienza a alimentar la empresa de matarla, no tanto por lo que es la vieja en sí, sino por lo que representa —más tarde confesará: «yo no maté a una persona humana, solo maté un principio»—. Su pensamiento es que si mata a esta alimaña, hará un bien no solo para él, sino para toda la humanidad. Convencido como está de que él es un ser superior, y de que los seres superiores pueden obrar con libertad absoluta, cree que la muerte de la vieja no le reportará ningún dolor, aunque sí el beneficio de quedarse con su dinero, sus joyas y demás objetos empeñados.
Lo más interesante es el complicado perfil de Raskólnikov. Es un hombre bueno, generoso incluso, como atestiguan varios pasajes de la novela. Sin embargo, es un criminal. ¿Qué sucede en su mente que le lleva a matar? Sencillamente, el no soportar a la condición humana. Para él, los seres humanos se divide en dos grupos: los seres vulgares, que viven privados de libertad en sus actos por estar sometidos al yugo de la ley, y los seres superiores, que viven la libertad absoluta porque están fuera de la ley. Naturalmente, nadie puede librarse de la condición antropológica con la que se nace, y en ella está no la ley, sino el castigo moral —el íntimo sufrimiento— emparejado a la comisión de un acto como matar.
El nudo de la novela es que Raskólnikov se siente un ser superior y elige deliberadamente probarse a sí mismo que es libre, que pertenece a esta casta de seres elegidos. Ese es su desafío. Lo que le impulsa a matar. No mata por dinero, por quitarle las joyas a la vieja o por robarle sus bienes. Quiere demostrarse a sí mismo que es un ser superior, que posee libertad absoluta sobre todas las cosas, frente al resto de seres humanos. Esa es la cuestión esencial de la novela. Dirá: «maté para saber si yo era también un piojo como todos o no». Dios y el diablo están luchando ahí, y el campo de batalla escogido es el corazón de Raskólnikov. Lo que no sabe es que nadie puede desalojar de sí la conciencia con la que se nace, la que nos conduce a respetar la vida de otro ser humano. No existe la libertad absoluta.
Comete el crimen y el castigo se desploma sobre su conciencia. Su fracaso es darse cuenta no solo de que él es un ser como los demás, sino que es incluso peor que los demás, un hombre inferior. Sin embargo, en Raskólnikov no nace el arrepentimiento, pero sí brota toda suerte de somatizaciones que le hacen sufrir muchísimo —delirios, fiebre, malestar extremo, desorientación, etc.—. Es la resaca de la naturaleza que le está diciendo: ¿tú qué te crees, quién te crees que eres?. Y de esta resaca de la conciencia es de la que no puede escapar.
El sufrimiento que le atenaza tras el crimen es el primer paso hacia la redención, pero la redención completa la alcanzará un poco más tarde. Cuando, tras ser juzgado por los tribunales, cumple condena en la cárcel de Siberia.
¿Qué quiere decirnos Dostoievski con esta novela? Mil cosas. Que la maldad es también un signo de la naturaleza humana, que la no aceptación de la condición humana convierte al hombre en un ser demoníaco, y que la naturaleza es tan sabia que ella misma se encarga de mostrarnos que las leyes no pueden ser transgredidas impunemente.
Hasta aquí llego. He analizado el corazón de la novela. Del resto, hay tanto escrito… Y es tan fascinante todo, que parece que dejo mucho por decir. El personaje de Sonia, la figura más pura y buena de la novela, mujer que se acepta a sí misma tal y como es, con todas sus miserias, parece que el reino de Dios se abre para ella. Sonia y Raskólnikov son dos miserias que se encuentran, pero con dos visiones opuestas de lo que hay que hacer en la vida. Consigue que el hombre al que ama acepte su verdadera condición interior, la de ser un ser humano normal. Esa es la grandeza de Sonia.
Punto y aparte merece el diálogo final entre el juez Porfirii y Raskólnikov. El juez es amigo personal de Raskólnikov y le aconseja como un amigo. No puede sostener una argumentación que defienda que él es el asesino, pero le insta a que confiese, haciéndole ver que solo así conseguirá quitarse de encima esa terrible losa que arrastran sus hombros. Le advierte que no trate de escapar porque la culpa le destrozará mentalmente. Magnífico. Solo por este fabuloso diálogo merece la pena la novela. Y ahora sí, aquí lo dejo.
Buenas tardes y buenas lecturas.
Nunca he leído nada de, y de los rusos sólo conozco un par de novelas de Tolstói; pero a decir verdad le tengo muchas ganas a este “Crimen y castigo”, y gracias a este vídeo de Universidad de los Andes (https://youtu.be/czNwlPEW0M8) y esta entrada seguramente le dé una oportunidad más pronto que tarde. Saludos y gran entrada!
Por cierto, me encanta la frase “maté para saber si yo era también un piojo como todos o no”, es realmente genial.
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Muchas gracias por tus entusistas palabras. El libro las merece. Y gracias también por el enlace que lleva al video. Un saludo, Ginger!
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