«Starman» de María Pérez Heredia

libro-heredia     Hoy recomiendo una novela trepidante, veloz, ingeniosa y fresca. Nuestros ojos pasan, qué digo pasan, sobrevuelan las páginas como si estuvieran soldados a los raíles de un tren de alta velocidad o amarrados al volante de un Ferrari. Las palabras son arrojadas al cauce narrativo y se deslizan por la cañería del lenguaje de un modo agitado.

     ¿Qué nos cuenta Starman, segunda novela de la jovencísima María Pérez Heredia (Zaragoza, 1994)? La historia de un joven americano (Clay Cassady) que es descubierto por un agente cinematográfico (Stanley Solomon) y hace de él una estrella. El chico consigue algo que ni siquiera quería. De la noche a la mañana, pasa de ser un camarero de Starbucks, que puede pagar sus facturas, a convertirse en un ídolo de la gran pantalla a nivel mundial.

     Los golpes de suerte, gordos y repentinos como éste, no llegan solos. Ser catapultado a la fama y ocupar un sitio de honor en el Olimpo del celuloide suele ir acompañado de tempestades embarradas que nos enturbian, sobre todo, si se es muy joven.

     Clay es un chico atractivo, muy atractivo. Está entre el Brad Pitt de Thelma y Louise y el Marlon Brando de Hombres. Además del físico, desprende un magnetismo irresistible, esa cualidad tan difícil de encontrar. Stanley, (o Stan), guiado por la brújula de su intuición visionaria y la astucia propia de un cazatalentos, consigue que el ascenso de Clay sea vertiginoso. Rueda una película y protagoniza un idilio mediático con la actriz más famosa del momento (Jennifer Jones). El giro argumental viene cuando un día cualquiera, como pompa de jabón creada (casi) de la nada, la promesa del cine desaparece sin dejar rastro. Nadie conoce su paradero ni los motivos de su fuga. El chico ha huido sin saber que la vida no tiene sala de montaje y que escapar, a veces, es regresar a uno mismo.

     Como sucede con el revelado de una fotografía que requiere de un proceso para que la imagen se haga presente, la historia se torna visible poco a poco. Es necesario el andar de los capítulos para que las páginas rescaten para nuestra conciencia lectora, en orden caprichoso, esos tonos y matices de los personajes (el carácter del chico, las intenciones de su agente y el perfil de los secundarios) que permanecían en estado latente.

     El azogue de la prosa natural, urbana y directa de María Pérez Heredia baña el texto con tal frescura que a una le parece estar leyendo un guión cinematográfico. Capta con fidelidad el habla coloquial, el argot de la calle, y sabe transformarlo en algo tangible. El joven Clay se levanta del papel, se despega de la historia y nos habla al oído. La autora nos hace fácil descifrar en el espejo confesional de la narración qué nos quiere contar.

     Además, nos invita a ser parte activa de la novela, quiere que entremos en ella. Esta es la primera afinidad que la vincula con ese gran contador de historias que fue Cortázar y, sobre todo, una excelente manera de conseguir que historia y lector se estrechen la mano. Pero su afinidad no termina aquí. En la estela del argentino, la zaragozana acaba con la linealidad del tiempo. Lo fragmenta, baraja y reparte obedeciendo a un orden que solo ella conoce. Los capítulos breves, o muy breves, están signados con una numeración azarosa. Aquí el lector no dispone de una guía de lectura como la que Cortázar propuso para Rayuela. Tampoco hace falta. No hay lugar para la desorientación o el despiste. 

     María Pérez Heredia es dueña de un universo narrativo absolutamente libre y se mueve en él como pez en el agua. Los acontecimientos se cuentan en el momento exacto en el que necesitamos saber de ellos, a varias voces, predominando la primera persona. En los capítulos iniciales una no sabe bien qué género tiene entre manos, si estamos con un diario o con cartas que se rescataron de una serie completa.

     Con la perspectiva que da la lectura finalizada, la novela se me antoja una pintura que necesita secar sus colores sobre un lienzo aún fresco y en cuya elaboración se han utilizado muchos pinceles. De nutrido pelaje para diálogos desenfadados y de menor espesura para definir detalles. Como brochazos de intensa pigmentación, el manejo del diálogo es capaz de absorber la esencia de cada atmósfera y de liberarla sobre el papel de manera gradual, sin forzar. Ésa es la cosa. María Pérez Heredia mide bien sus registros. Conoce cuándo hay que ser lacónica y cuándo es preciso dar una pincelada larga, como si las palabras le confesaran el momento exacto en el que no dan más de sí, cuándo pierden intensidad, o cuándo es preciso volver a cargar de expresividad el lenguaje.

     Éste es el estilo personalísimo con el que nos obsequia Starman. Estilo que puede convertir a esta escritora de 22 años en una autora generacional, pues ha conseguido que una novela de más de 400 páginas no se desplome en ningún momento. La clave está en hacer del lenguaje un instrumento de creación que maneja a su antojo. Lo estira como un chicle flexible, lo tuerce y retuerce («una confusión confusamente confusa« —pág. 147—, «un empeine antinaturalmente empinado» —pág. 150—) dotándolo de máxima plasticidad. La historia puede gustar o no, pero es indiscutible que la zaragozana ejerce su oficio con absoluta fascinación. 

     Y poco más puedo decir. Starman es una voz. La voz de la escalada hacia el éxito y de la caída libre de la fama. Y María Pérez Heredia escribe a todo volumen. Con un fuelle apasionado. Prosa ágil, sincopada, de frase corta, muy corta, o larga, muy larga, anegada de exclamaciones briosas y leves reiteraciones («un viento que sopla suave, suave, suave, suave» —pág. 208—, «estábamos solos, solos, solos» —pág. 209— o «encerrado, enterrado vivo, encerrado y enterrado vivo pero no del todo vivo, vivo, vivo» —pág. 355—), con abuso del oxímoron, el genuino, y el que ella misma crea festejando un maridaje de adjetivos salido de su propio taller  («un buen mal sueño» —pág. 255—).

     Algunas similitudes de estilo ayudarán al lector a orientarse. Starman está entre la Generación Beat de Kerouac, por su prosa espontánea, por la temática (drogas, alcohol, promiscuidad, etc.) y el realismo sucio de Bukowski o de John Fante, por su estilo excéntrico y arrebatado, por su tono efectista. Y también porque Bukowski, Fante y María Pérez Heredia escogen como decorado la ciudad de Los Ángeles y crean unos personajes que huyen de su destino para encontrarse a sí mismos.

     La autora se desenvuelve magníficamente en este estilo que es cruce de estilos. Se recrea en un universo literario en el que cabe tanto la sencillez como la elaboración más sofisticada. En definitiva, a María Pérez Heredia con Starman se le han abierto las puertas de la gloria literaria. Ahora solo queda que ella apuntale bien sus bisagras, burle a sus personajes y no escape de un destino que despunta prometedor.

     Buenas tardes y buenas lecturas.

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     Starman está escrita con el fuelle apasionado de una escritora que sabe manejar los tiempos, con un estilo arrebatado y una prosa espontánea y fresca.

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